Similitudes discursivas

Similitudes discursivas

R.A. FONT BERNARD
Si se analiza con un afinado sentido crítico el texto del discurso improvisado por el Presidente de la República, doctor Leonel Fernández, el 16 de agosto retropróximo, se advertirán de inmediato notables similitudes con el pronunciado por el presidente norteamericano Flanklyn Delano Roosevelt, en el acto inaugural del 5 de marzo de 1933.

Ambos discursos, separados por un período de setenta y un año, coinciden en la temática de revelarle al pueblo, inicialmente, la magnitud de la crisis económica y social heredada, para exponer a seguidas, los programa de gobierno diseñados, para retornar a los respectivos países a la normalidad. Coinciden ambos discursos, en el punto nodal, de que el compromiso inicial para superar la crisis consiste, en garantizar el bienestar del pueblo.

Como se sabe, la depresión económica que había estallado «como un trueno», el llamado «Jueves Negro» del año 1929, había llegado a su clímax cuatro años después, para la fecha de juramentación del Presidente Roosevelt. Para entonces, cinco mil bancos comerciales habían cerrado sus actividades, y los dieciocho mil restantes, sólo disponían de seis mil millones de dólares, para darle frente a los ahorros de más de cuarenta y ocho mil personas. El paro obrero se estimó en más de trece millones, y los sueldos habían descendido en un sesenta por ciento, con respecto al año anterior. En el mes de enero de ese año, el jefe de Estado Mayor del Ejército, general Douglas Mc»Arthur, se había visto obligado a reprimir a los doscientos mil veteranos de la Primera Guerra Mundial, que reclamaban en Washington, el pago de sus bonificaciones. El 5 de marzo, mientras se juramenta el presidente Roosevelt, el corazón financiero de los Estados Unidos había dejado de latir.

Enfrentándose decididamente al derrotismo imperante en toda la nación, el Presidente Roosevelt se dirigió a sus conciudadanos, en términos nunca antes formulados en semejante ocasión. «ante todo – dijo- «asevero mi firme convicción de que la única cosa a la que debemos temer, es al propio temor, el temor sin nombre, irrazonable e injustificado, que paraliza los esfuerzos que se requieren para convertir una retirada en un avance».

Ese mismo día, el Presidente Roosevelt, solicitó del Congreso «poderes tan excepcionales como si la nación estuviese en estado de guerra». Disponiendo al propio tiempo, el cierre inmediato de todos los bancos comerciales del país, y la emisión de dos mil millones de dólares, para financiar la ejecución de un programa de obras públicas tendiente a elevar el nivel de empleo.

En un memorándum dirigido a sus más cercanos colaboradores, el Presidente expresó: «escoged un método y experimentadlo, y si os falla probad otro; pero sobre todo, no dejéis de experimentar de inmediato». Al amigo que le advirtió, que si triunfaba pasaría a la historia como el más grande de los Presidentes, y que si fracasaba se le consideraría como el peor de todos»; Roosevelt le contestó: «Si fracaso, yo seré el último Presidente de los Estados Unidos». Y al senador republicano que le increpó por la creación de numerosos organismos oficiales, bajo la presunción de que buscaba empleos para sus parciales le replicó escuetamente: «Senador, la gente no come a largo plazo, sino que lo hace todos los días».

El balance de los primeros cien días del «Nuevo Trato», fue sintetizado por el columnista del New York Times, Arthur Krok, con las siguientes palabras: «Que nadie se llame a engaño, Roosevelt es el motor, el director y la fábrica. A él hay que acreditarle el renacimiento de la confianza en el país».

A la luz de aquellas experiencias, para enjuiciar las actuaciones primarias del gobierno recién iniciado el pasado 16 de agosto, es indispensable podar prejuicios y anular resentimientos. Y para ello, en nuestro país se impone arrimarse a los conceptos emitidos por el Presidente de la  República, doctor Leonel Fernández, en su improvisado discurso inaugural. Como el Presidente Roosevelt del 1933, nuestro joven e inspirado Presidente, la enfocado la crítica situación heredada, con una visión 20-20. Y remedando al Presidente Roosevelt de hace ahora setenta y un años, le dió cierre a su magistral improvisación del pasado 16 de agosto, con una convocatoria al optimismo: «Desde ahora en adelante, un nuevo espíritu ha de apoderarse de nuestro pueblo. Un espíritu de optimismo, de fé, de confianza, y de iluminación»

Y al enfatizar dramáticamente, que «en el país hay cosas, que es imperativo e inaplazable cambiar»,implícitamente se comprometió de trabajar, por la recreación de un país, nuevo de raíz y de rostro.

Fue la suya, una exhortación, a la que le ofertaron su apoyo, los Presidentes de ambas Cámaras Legislativas. Ese apoyo le deberá ser ratificado, pública y militantemente, por la Partido que preside, sin exclusiones, pero a la vez sin impaciencias. Por que las impaciencias, fueron en nuestro pasado histórico, las causas originarias de las mayores desventuras para nuestro país.

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