Sin “Realpolitik”

Sin “Realpolitik”

FABIO RAFAEL FIALLO
Existen expresiones acuñadas en un idioma determinado cuyo verdadero significado suele perderse cuando uno intenta traducirlas a otras lenguas. No es que falten las palabras; es que éstas, al cambiar de idioma, cambian de matiz. De ahí que con frecuencia se prefiera escribir tales expresiones en el idioma original y no en su traducción. Esto es lo que ocurre con el concepto de “Realpolitik”, utilizado por Bismarck, arquitecto de la creación del Estado alemán a finales del siglo XIX, y luego por Henry Kissinger, Secretario de Estado norteamericano de origen germano judío que negoció la normalización de relaciones con China en el marco de un retiro de Estados Unidos del atolladero de Vietnam.

Dicho concepto se encuentra igualmente subyacente en la política de Willy Brandt (“Ostpolitik”) de acercamiento de los dos Estados alemanes de la Guerra Fría.

“Política realista” o “realismo político”, que son las expresiones que más se le asemejan, no dejan traslucir todas las implicaciones del término alemán. Se puede ser realista sin saber adónde se va. En ese caso estaríamos en una situación parecida al de un navegante sin brújula que, en medio de un mar agitado, trata de salvar su barco sin saber bien a qué puerto intenta o logrará arrimar. En una “Realpolitik”, por el contrario, no basta con ser realista: ahí el realismo se pone al servicio de un objetivo claro, de un designio nacional, de un norte político hacia el cual se orientan todas las decisiones y medidas tomadas en materia de política exterior. Por otra parte, “Realpolitik” está reservado al ámbito de las relaciones internacionales, mientras que los otros términos arriba mencionados pueden referirse igualmente a las relaciones de poder dentro de un Estado o nación.

Y es eso precisamente, una “Realpolitik”, lo que brilla por su ausencia en la actual política exterior de Estados Unidos. Me explico.

Después de haber descuidado en un inicio el campo de las relaciones internacionales, el gobierno de George W. Bush adopta a partir del 11 de septiembre de 2001 una estrategia belicista. En ese momento triunfa en Washington la visión del mundo de los “neoconservadores”, la cual puede resumirse de la manera siguiente: Estados Unidos, única superpotencia de pie después del colapso del bloque soviético, tiene el poder suficiente para reconfigurar a su ventaja el mapa geopolítico mundial. En el Medio Oriente la nueva política exterior conduce a una invasión de Irak desprovista de legitimidad internacional y a tentativas de “democratización” forzada en algunos países de la región.

Los resultados obtenidos son radicalmente diferentes a los efectos esperados. La invasión de Irak ha llevado a este país a una guerra civil. La seguridad de los abastecimientos petrolíferos de la región nunca se ha visto tan amenazada como en el momento actual. Y en lugar de “democratización”, de lo que somos testigos es del auge de movimientos radicales, extremistas, en toda la región. La estrategia neoconservadora ha demostrado, en los hechos, responder a una visión del mundo más bien ilusoria, con poco o sin ningún nexo con la realidad.

El error de base de aquella estrategia consistió en creer que el juego de potencias había quedado congelado por una eternidad a partir del desmoronamiento del muro de Berlín. Con la ingenuidad del novicio, se pensó que a partir de ese momento se abría un período sin fin de supremacía incuestionable de los Estados Unidos.

Cierto, quedaban Rusia y China, pero una se encontraba enfrascada en un proceso de implosión imperial, y la otra se afanaba en insertarse en la economía globalizada. Ninguna de las dos potencias rivales podría pues, se pensó, equipararse a la superioridad militar norteamericana.

Cierto también, existían potencias regionales, como por ejemplo India y Pakistán, pero Estados Unidos, se creyó también, podría aprovechar los antagonismos de unas contra otras y convertirse así en el árbitro de conflictos geográficamente localizados. En cuanto a regímenes hostiles a Estados Unidos, Irak en particular, los mismos estaban llamados tarde o temprano a plegarse o desaparecer bajo el poderío militar norteamericano.

En resumen, la estrategia neoconservadora no vislumbraba, y en realidad tampoco permitía, la aparición de nuevas potencias rivales en el tablero de la geopolítica mundial.

Con los estragos causados por la aventurada invasión de Irak, la susodicha estrategia ha llevado a Estados Unidos a una situación insostenible, similar a la que prevalecía en el momento de la guerra de Vietnam. Primero, Estados Unidos se ha convertido en parte beligerante, auto privándose de esa forma de la posibilidad de actuar como árbitro de conflictos regionales. Segundo, con sus recursos militares enviscados en Irak, el margen de maniobra para pesar en otros puntos críticos del globo, incluso en el Medio Oriente, ha quedado sustancialmente reducido. Tercero, el aura de invulnerabilidad, de casi omnipotencia, que le daba su poderío militar ha volado en pedazos en Irak: Estados Unidos asusta menos a sus enemigos e inspira menos confianza a sus aliados y protegidos. De esa forma, Estados Unidos alcanzó por sí mismo lo peor que le puede ocurrir a una potencia hegemónica: poner al desnudo sus limitaciones, mostrar su fragilidad.

Ante esos infortunios, el segundo gobierno de George W. Bush, con su Secretaria de Estado, Condoleezza Rice, se ha visto obligado a distanciarse tímidamente de la retórica neoconservadora. A la euforia belicista que precedió la invasión de Irak ha sucedido un período de marcha a tientas en pos de una política realista que tome en cuenta los reveses sufridos.

Ahora bien, el pretendido realismo, lejos de reflejar una Realpolitik, se asemeja al del navegante sin rumbo y sin brújula al que hicimos previamente alusión: las iniciativas parecen tomarse en función de las circunstancias del momento, sin que exista un objetivo claro, coherente y global, y lo que es más grave aún, sin que los resultados vengan a justificar la nueva orientación de esa política exterior. Prueba de ello es el recrudecimiento de los atentados en Bagdad. Prueba de ello es el curso errático de la posición norteamericana con respecto a Corea del Norte e Irán. Prueba de ello es la facilidad con la que Irán logró provocar la actual crisis del Líbano, a través del secuestro de dos soldados israelíes por el Hezbolá, justo antes de que la cumbre del G8 (las potencias del planeta) evaluara en San Petersburgo las medidas a tomar con respecto al programa nuclear iraní.

Como analizaremos en nuestro próximo artículo, la falla de la política exterior norteamericana en su nueva versión radica en el hecho de que la misma mantiene intacto un handicap fundamental de la visión del mundo neoconservadora: Estados Unidos sigue sin incorporar plenamente en su estrategia el más importante de los parámetros de la nueva ecuación geopolítica de Oriente Medio, a saber, el surgimiento de Irán como potencia regional con la que, quiérase o no, habrá que discutir y negociar. Hasta entonces, amable lector.

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