Sin argumentos

Sin argumentos

POR RAFAEL TORIBIO
Después de la Revolución de Abril, y ante las dificultades para estudiar en el país, se me presentó la oportunidad de salir al exterior para iniciar mis estudios universitarios. En los años posteriores a la caída de la Dictadura, decidí prepararme y orientar mi vida para colaborar en los esfuerzos por la consolidación de la democracia y por un desarrollo económico social que proporcionara bienestar a las personas, empezando por los menos favorecidos.

Mis condiciones económicas no me permitían escoger dónde estudiar, pues dependía de una beca. La beca que apareció fue para España, donde estudié Ciencias Sociales, en el Instituto Social León XIII, y Ciencias Políticas, en la Universidad Complutense, pues había decidido cursar estudios que me permitieran colaborar en el compromiso que había adquirido en la época  de las luchas sociales y políticas, mientras cursaba el bachillerato. Salí con el firme propósito de regresar, permanecer en el país y poner mis conocimientos y esfuerzos a favor del desarrollo del país y de sus personas. Y más con el hacer que con el decir, he tratado de transmitirle este compromiso a mis hijos.

La crisis de finales de los 80 e inicios de los 90 fue ocasión de poner a prueba esta decisión. A causa de la crisis, más de un amigo y compañero de afanes decidió buscar en otras tierras las oportunidades que aquí desaparecían. El deterioro en el nivel de vida y las expectativas de que no había soluciones a la situación del país en el corto plazo, obligó a que me hiciera la pregunta en ese momento si era sensato permanecer en el país. Posteriormente fueron los hijos, que ya tenían edad y conciencia para hacerlo, quienes preguntaron, a su madre y a mí, porqué decidimos volver al país y no quedarnos en España. Tuve argumentos para justificar el regreso y la permanencia: era una situación transitoria, los obstáculos aparecen para que sean superados, los que más tenemos, en capacidades, somos los que tenemos que dar más, estábamos pasando la «década perdida» y se iniciaba la recuperación. Además, la próximas elecciones representaban una oportunidad para cambiar el rumbo. Pese a las dificultades, confiaba que serían superadas y tenía fe en el futuro.

Hoy nos encontramos en otra gran crisis. Esta vez mis hijos son ya profesionales, construyendo su propia vida y la de sus familias, y hacen similares cuestionamientos que los anteriores, pero ahora indicando su disposición de buscar en el extranjero, no sólo un mejor presente sino, sobre todo, las posibilidades de un mejor futuro. Y siento que no tengo ya argumentos para pedirles que no se marchen. Es más, estoy en la disposición de ayudarles si deciden hacerlo. En estos últimos años, decisiones, acciones y omisiones de nuestros dirigentes me han hecho perder los argumentos para justificar el regreso, la permanencia en el país, y disuadir a los que quieren marcharse. Pienso que muchos padres de mi generación están en la misma condición.

Hubo un presidente que habiendo ejercido el gobierno por 24 años, manejado cuantiosos recursos, concentrando gran poder y legitimidad, decidió no invertir lo necesario en salud, educación y seguridad social. Gobiernos se han sucedido al frente del Estado y los problemas continúan, agravados algunos, por lo cual al final de cada período, la frustración y desesperanza se adueñan del ánimo de la ciudadanía. La búsqueda del poder se ha transformado en un fin: ejercerlo para beneficio de los que ganaron. A la administración pública y a los altos cargos del Estado no van los más capacitados sino los militantes del partido ganador, y dentro de ellos, sólo los más cercanos al Presidente de la República, 20 años de impunidad, porque ningún acusado de corrupción ha terminado en la cárcel, hacen dudar que los autores de los recientes fraudes bancarios y las autoridades que transformaron en pública esa deuda privada, con las consecuencias que todos estamos pagando,sean debidamente sancionados. Los grandes desfalcadores, públicos y privados, son considerados honorables, mientras una justicia lenta permite la injusticia de seres humanos pagando una condena por la que no han sido aún condenados.

Una inflación que ha reducido drásticamente nuestro poder adquisitivo, prolongados y constantes apagones de los que las autoridades dicen que no se hacen responsables, gastando más en subsidios que lo que se invierte en educación y salud, buscando la aprobación de una reforma fiscal para cubrir la irresponsabilidad gubernamental concretizada en un enorme déficit, sin destinar ningún recurso a la inversión social, una seguridad social que ve posponer, una y otra vez, programas fundamentales de servicios de salud a los que siendo mayorías pocas veces los han tenido, son razones suficientes para lamentarnos por el presente, estar seriamente preocupados por el futuro y haber perdido los argumentos para justificar permanecer en la tierra que nos vio nacer.

Al igual que otros padres, me he quedado sin argumentos ante mis hijos para decirles que su futuro está en su país. Sin embargo, para no renunciar a la utopía de un mejor país para todos sus habitantes, sustituiré el dolor y la desilusión por la cólera, porque en las circunstancias en las que nos encontramos, «la cólera es amiga de la esperanza».

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