Sin Estado no hay revolución capitalista

Sin Estado no hay revolución capitalista

La semana pasada el eminente economista Pedro Silverio comentaba en su columna una serie de artículos míos sobre el capitalismo, mostrando su desacuerdo con la tesis de Karl Polanyi sobre la evolución histórica de este sistema económico. Comparto prácticamente todas las ideas expuestas por Silverio, salvo su tesis –propia del liberalismo clásico- del mercado como institución que emerge “del orden natural de las cosas” (“Sin mercado no hay revolución capitalista”, Diario Libre, 25 de noviembre de 2016). Polanyi, al cual me adhiero en este punto, sostiene, por el contrario, que el “laissez-faire fue planeado” y ejecutado por y desde el Estado.
Aunque luzca paradójico, la tesis de Polanyi ha sido admitida incluso por los más radicales neoliberales. De hecho la concepción ordoliberal de la relación entre Estado y economía, la cual se desarrolló en Alemania tras la Primera Guerra Mundial, postula que la economía de libre mercado exigía un “Estado fuerte” para su “facilitación” y protección, sentando así las bases de lo que luego se conocería como neoliberalismo. Y es que el neoliberalismo no presupone la debilidad del Estado. Como bien señala Friedrich Hayek, el Estado “planifica para la competencia”, por lo que no puede existir libre mercado allí donde no hay, como indica Alexander Rüstow –el inventor del término “neoliberalismo”- una “policía del mercado con una fuerte autoridad estatal para su protección y mantenimiento”. El mismo Milton Friedman entendía que hay “una relación innata entre la economía y la política”, al punto que el mercado libre no sólo necesita un Estado fuerte que lo facilite, sino que, además, depende del Estado como guardián de la libertad de mercado. Esta apuesta neoliberal por un Estado fuerte puede llegar al paroxismo de abogar por un liberalismo autoritario. El caso de Chile bajo Pinochet es sintomático: allí se estableció un régimen autoritario que protegía solo las libertades económicas y suprimía todas las libertades políticas. Ello explica el por qué ese Estado autoritario liberal, que mezclaba una economía libre con un Estado dictatorial, fue gustosamente apoyado por Hayek.
Hoy, sin embargo, en un Estado Social y Democrático de Derecho como el que manda la Constitución, lo recuperable de Polanyi es su afirmación del Estado como promotor de los cambios conducentes al capitalismo y lo salvable del neoliberalismo es su idea de que un mercado libre no puede existir sin un Estado que promueva y defienda efectivamente las libertades del mercado. Pero en modo alguno es legítimo postular un liberalismo autoritario como el del Chile de Pinochet o la China pos Mao, que reconozca exclusivamente las libertades económicas en el mercado y restrinja los derechos civiles y políticos. Tampoco es constitucionalmente admisible un Estado mínimo que se desentienda de sus obligaciones como Estado social y de su deber de garantizar los derechos económicos y sociales de las personas. El Estado fuerte que hoy se demanda es uno que se articula en procesos de toma de decisiones democráticos; que, como Estado de Derecho, está basado en la separación de poderes, la seguridad jurídica, la certidumbre institucional y el control de los poderes; que, en tanto Estado Social, garantiza todas las libertades y no solo las del catálogo clásico liberal, para asegurar de ese modo el “mínimo existencial” y la vida digna de las personas; y que abandona su rol de agente económico empresarial, interviniendo como empresario solo allí donde el sector privado es ineficiente, pero que nunca abdica de su rol de Estado regulador, garantizando que los servicios públicos, prestados directamente por él, por los particulares, o por asociaciones público-privadas lleguen a los usuarios en las condiciones constitucionalmente exigidas (universalidad, accesibilidad, equidad tarifaria, continuidad, etc.) y velando por promover y defender la libre competencia y la iniciativa privada en el marco del sistema económico constitucionalizado, que no es más que la economía social de mercado, sin descuidar nunca los demás fines regulatorios, como lo es, por ejemplo, la preservación del medio ambiente y los derechos fundamentales de las personas, en particular los derechos de usuarios y consumidores.
¿Qué fue primero, el huevo o la gallina? Un buen marxista diría que la infraestructura material de la sociedad, o sea, las fuerzas productivas y las relaciones de producción, determina la superestructura, lo que incluye el Estado en un momento histórico concreto. Cada mercado y las fuerzas económicas y sociales de una sociedad parirían y tendrían entonces el Estado que se merecen. Pero lo cierto es que, como pudo intuir Polanyi, “los mercados libres no podrían haber surgido jamás con sólo permitir que las cosas tomaran su curso”. En otras palabras, un mercado libre necesita un Estado fuerte y activo que lo promueva, regule y defienda, pues, parafraseando a Juan Bosch, solo el Estado es capaz de llevar al capitalismo “a su propia legalidad”. Ello requiere, no hay duda, capitalistas y consumidores que se erijan en la base social de ese mercado libre. Pero demanda, además, un Estado pro-mercado libre. La ausencia de un Estado efectivo y eficiente ha sido vinculada por Bosch a la carencia de una verdadera clase gobernante. Estaba equivocado ayer y hoy. Como podría decir Martí, nuestra clase gobernante es agria pero es nuestra clase gobernante. El problema no es ese. La dificultad radica en que, como bien advertía Niklas Poulantzas, ni la clase dominante es un conjunto monolítico que controle de modo racional el Estado ni el Estado “representa directamente los intereses económicos de las clases dominantes”. En este escenario, la revolución capitalista demanda arrebatar de las manos populistas la idea de “hegemonía” de Antonio Gramsci y la noción de “vanguardia” de Lenin, de modo que el “constituency” capitalista piense y actué como clase capaz de articular coherentemente la dirección de la sociedad.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas