Sin lentes

Sin lentes

COSETTE ALVAREZ
Una de las escenas más enternecedoras que vivimos a diario es la del ciudadano o la ciudadana que se ve en situación de tener que leer o escribir cualquier cosa en presencia de terceros, y acude al socorrido «léemelo» (o escríbemelo) tú, por favor, que se me quedaron los lentes. Si acaso hay unos lentes al alcance de su mano, son ajenos o ya no sirven. Por supuesto que la ternura se vuelve preocupación cuando se trata de un funcionario público de cualquier partido, pero no ando por ahí en esta ocasión.

Estoy pensando en toda la gente con problemas serios de visión, que anda sin lentes todo el tiempo. Por ejemplo, han repartido una circular en mi barrio convocando a reuniones en protesta por la eventual construcción del Instituto de Patología Forense bastante cerca de aquí, alegando que ya hay un matadero, más de un cementerio, y una cañada, o sea, que no necesitamos más fuentes de contaminación.

Sería digno de tomarse en cuenta, máxime tratándose de una convocatoria firmada por el párroco de la iglesia católica, el pastor de la iglesia evangélica y un representante del Club de Leones, si no fuera porque en uno de los párrafos dice: «¿Qué nos quedaría a nosotros que compramos un paquete que incluye las áreas verdes y el cinturón verde alrededor?»

Quisiera saber partiendo de qué criterio algunos pueden comprar el sacrosanto cinturón verde y otros no pueden contaminarlo. No digo que me fascine la idea del instituto forense cerca de mi casa, sino que, además de lentes, siempre nos ha faltado un sentido de igualdad que nos permite actuar como si las leyes, las normas, las reglas, los deberes, los compromisos, las obligaciones, solamente fueran asunto de los demás, de los otros.

¿Recuerdan que les conté de mi vecino y su bachata a todo volumen? Para que sepan que todo el malo es pendejo, tuve en mi casa la visita de un amigo alemán durante tres semanas. Mi amigo es un hombre altísimo, corpulento y de carácter. Ni una sola vez se oyó la bachata mientras duró la visita. Ni tampoco las veces que el alemán ha venido de fin de semana después que se mudó al pueblo de sus sueños. ¡La simple presencia de un hombre en mi casa silencia las estrepitosas bocinas!

Ahora, creo que no les había contado de mi vecina del otro lado. La señora considera -así me lo ha voceado en el medio de la calle- que es «mejor» que yo porque su casa es propia y la mía alquilada, y porque ella es «hermana de padre y madre» de un ex senador reformista, mientras yo apenas soy amiga de la esposa de un senador y de la ex esposa de otro. De ambas amistades se ha enterado husmeando y hasta metiéndose en las conversaciones por la pared del patio cuando recibo mis visitas bajo una preciosa carpa que instalé con la vana ilusión de tener privacidad, ya que no conté con la «astucia» de mi vecina.

El caso es que a la señora, que se construyó una «tiendecita de fantasía» dentro del obligatorio metro de colindancia, no se le aprieta el pecho para vender cohetes a los menores del barrio. Ganarse unos pesitos es más importante que cumplir con la ley y le permite dormir sin el susto de que uno de sus pequeños clientes se queme, quede marcado para siempre o se muera. Sin embargo, le preocupa mucho que los niños no puedan entrar a la tienda ? construida, repito, en terreno prohibido ? por temor a mis perros.

O sea, actúa como quien tiene la exclusividad del derecho a poner en peligro a esos niños, ¿verdad? De hecho, mis perros casi enloquecen cuando esos muchachos explotan los cohetes en la puerta de mi casa y también los tiran adentro, para espantarlos. No quieran saber lo malcriados que son cuando los mando a molestar a sus casas, y ni les cuento de los padres reclamando el derecho de sus hijos a ponerse a sí mismos en peligro, a molestar a los vecinos y a desesperar a los perros ajenos. Ya he oído a más de un menor susurrándole a otro: «Ten cuidado, que ahí vive una mujer mala».

Si los buenos son sus irresponsables padres que les dan dinero para algo prohibido, peligroso y perturbador como la compra y explosión de cohetes, si la buena es la vecina que se los vende (incluso se levanta de su cama y abre la tienda cuando los muchachos le vocean fuera de su horario), estoy encantada de ser la mala de la película. ¡Qué pena que no me tengan miedo suficiente como para dejar de molestar frente a mi casa!

A esos niños, se les ha inculcado que la calle es libre y les da derecho a hacer lo que quieran, pero si yo saliera a esa misma calle a ejercer esa misma libertad en el mismo sentido que ellos la entienden, y les caigo a patadas, entonces soy una agresora de menores. ¿Se dan cuenta? A todos, a los padres, a mi vecina y a ellos mismos, se les quedaron los lentes y no han encontrado quien les lea la cartilla.

Ahora, hay personas a quienes los lentes no se les quedan, sino que los tiraron a un río profundo, digamos el Tíber, para asegurarse de que no aparezcan jamás. Podría contar cientos de historias, pero sólo tengo espacio ? y ganas ? de contar una, y es la de una antigua colega por quien me jugué la faja, toqué puertas que nunca habría tocado por mí misma, para que no la cancelaran. La cancelaron, y aun así, fue mucho el tiempo y demasiada la energía que dediqué, incluso por este medio, para que la repusieran en el cargo. Y la repusieron.

Le he pedido un favor minúsculo: que averigüe la fecha de toma de posesión de mi sustituta para saber lo que me corresponde como pago final, ya que no he sido notificada oficialmente de mi cancelación, sino que me enteré de trasmano (por ella misma), y me dijo que no cuando, pasado el tiempo, no tenía respuesta. Obvio los motivos que me alegó.

No debería extrañarme, después que se ocupó con tanto ahínco de que unos visitantes oficiales no me mencionaran delante de nuestro entonces jefe en común, como si yo representara la peste bubónica. Mucho menos sabiendo que lleva tantos días en el país y no ha tenido tiempo de saludarme. Sé que no entiende que me deba gratitud alguna por su reposición, ya que «sabe» que lo hice para complacer a su actual jefe, ignorando por completo que convencí a ese jefe de que la necesitaba, cosa que, admito, no fue difícil, excepto que a él le daba cortedad solicitar la reposición de alguien a quien no pudimos evitar que cancelaran hacía muy poco tiempo.

Pero, buenísimo que me pase. Debí colocar su existencia en el sitio adecuado el mismo día que pisé nuestro lugar común de trabajo y me recibió con un tajante: «Tu hija no puede entrar aquí, dile que se vaya a la sala de espera», además de regar que yo había sido empleada de su hermano, el genio. La que vive sin lentes soy yo (y ahora sin yuca para cenar: me senté a escribir y sólo el olor a quemado me recordó la estufa).

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