Sin los horrores de una dictadura ni las injusticias del desorden

Sin los horrores de una dictadura ni las injusticias del desorden<BR>

No hay que ser hipócritas. No cabe duda alguna de que la dictadura de Rafael Trujillo fue un horror que se mantuvo treinta años, no solamente por el terror de sus asesinatos y abusos de poder, sino por un cansancio ancestral del histórico desorden en el manejo público. Por una equivocada esperanza de orden y disciplina.

   El robo y la desvergüenza por parte de los caudillos no era nada nuevo, aunque lo era la manera hipócrita de ordenar asesinatos, más bien sugiriéndolos con preguntas tales como ¿fulano está todavía vivo? Y aparentemente horrorizarse cuando le llevaron, en un saco, la cabeza decapitada de Desiderio Arias, su opositor que creía vivir el viejo sistema de las revoluciones y el caciquismo regional.

   No queremos, los dominicanos, volver a vivir dictaduras, aunque de cierto tiempo a esta parte los presidentes de la nación hayan aprendido a arroparse con una deleitosa frazada de colores legalistas y teóricamente democráticos.

   Pero, ¿y esa inseguridad en que vivimos? 

Las leyes se aplican solamente a los pequeños, a quienes no representan peligro. Ya nadie cree en revoluciones. El más reciente ejemplo de que la revolución no ayuda ni trae ventajas lo vemos en Cuba, como lo vimos en Rusia y satélites obnubilados, creyentes en que se lograría una justicia más que cristiana en la   cual nadie careciese de lo esencial para vivir. La moral, como se entendió –más o menos, con una dosis más moderada de hipocresía– se ha esfumado de una manera sorprendente.

Un Congreso costosísimo entre salarios, dietas “barrilitos” y “arreglos” inmorales. Diputados y senadores que no sirven (salvo escasos “representantes del  pueblo”)   para otra cosa que para recibir instrucciones “de arriba”, una “justicia” vendida o temerosa de opinar contra los altos deseos presidenciales, arriesgando sus espléndidos ingresos.

¿Por qué, sino por pagos políticos, tenemos un descomunal Cuerpo Diplomático, naturalmente pagado en euros o dólares, o lo que sea, cuando un hábil presidente puede invitar inversionistas con mucho menor costo para el Estado (léase el pueblo) porque el dinero no es de los presidentes, que muchos eran antes personas de escasos recursos y entraron en su súper riqueza.  Y así, de golpe, como es de suponer, entraron sus fieles.     

Cuando Balaguer me nombró –sorprendentemente– Embajador en Francia, al año me vi obligado a renunciar porque mi salario no me permitía corresponder a los honores que recibía. Ya no bastaban las conferencias, las comidas criollas que mi esposa y yo ofrecíamos a los exiliados dominicanos, ni los recitales de clásicos dominicanos que fueron transmitidos para toda Europa por Radio France y TF1-TV gracias a la acogida del presidente Giscard d’Estaing y las valiosas colaboraciones de Radio Suiza.

 Hacía falta dinero y Balaguer no tenía interés en el Cuerpo Diplomático.

      El dinero lo utilizaba en cosas visibles. Aquí.

Discutibles, aunque no tanto como las inversiones y permisividades del presidente Leonel Fernández.

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