Sin realidad no hay utopía

Sin realidad no hay utopía

Cuando me he referido en mis últimas reflexiones a que la democracia, entendida como el gobierno del pueblo para el pueblo, es un método desvirtuado que perpetúa un modelo político injusto que ha encontrado su máxima expresión en la crisis, ese fallo sistémico que comenzó siendo económico, tras el estallido de la burbuja financiera, y se extendió rápidamente hasta afectar a la organización social en su conjunto, impulsando un cambio de paradigma cultural, sólo he pretendido denunciar el deterioro político y el cada vez más alarmante desprestigio de lo público en una estructura de poder desideologizada, excesivamente jerarquizada y de baja calidad democrática, una degeneración que no sólo limita lo participativo y da alas a las dictaduras sino que además pone en solfa los principios éticos y los valores morales que sostienen derechos inalienables y todo un conjunto de normas y procedimientos así como un corpus legal que garantizan la libertad, la igualdad y una configuración independiente de poderes en la que se persigue y se castiga la corrupción y la impunidad, el crimen organizado y el delito en todas sus manifestaciones. La corrupción es la traición suprema al pueblo y su soberanía y sólo en tales circunstancias, agravadas por el totalitarismo, es legítimo sublevarse hasta la rebelión civil.

La soberanía nacional, esa expresión máxima de la voluntad popular que se concreta en el poder civil, ha experimentado tal dejación de responsabilidad que ese espacio político reservado a la democracia ha sido ocupado por una soberanía financiera que emana del poder económico y cuya representación suprema es el valor del dinero y la pujanza de la oligarquía del capital. Se impone pues una regeneración democrática que signifique la instauración de un proyecto social capaz de ilusionar a una ciudadanía que para ello deberá recuperar el espacio público que ha cedido y, en consecuencia, el poder y la soberanía de los que ha sido despojada. No vamos a conseguir este cambio tan necesario si seguimos dejándonos acunar en el pensamiento único, si renunciamos a formular ideas, a crear, a criticar, a disentir, a expresarnos. Tenemos que aprender a decir no; ¡basta ya!, ¡nunca más en mi nombre! Es preciso que reconozcamos la indignidad en el espejo de la conciencia porque la utopía es posible, tanto como otro mundo. Sin embargo, para que exista la utopía es necesario reconocer la realidad y admitir que queremos transformar esa realidad. El problema no es tanto la obscenidad de un capital que dispara los despidos y multiplica los beneficios como la negación de la dimensión ética del individuo y la degradación de su condición humana, su cosificación en la sociedad en la que el bienestar se arrodilla ante el consumo y la justicia mira hacia otro lado y se lava las manos ante tanto desmán, en medio del más absoluto despropósito.

Cuando los pueblos se han levantado para tomar el poder lo han hecho siempre bajo el signo de la ilusión, con determinación y aun con fe en el futuro, en el cambio. Decía Kierkegaard que la vida sólo puede ser comprendida mirando hacia atrás, pero únicamente se puede vivir mirando hacia adelante.

La historia nos enseña que sólo los pueblos que han renunciado a la libertad, al poder y a su soberanía, son incapaces de aprender de sus errores y acaban condenados a la esclavitud y la injusticia. Ya no es posible seguir alimentando al monstruo porque la rabia nos ha hecho superar el miedo. La razón está de nuestra parte. Sólo nos queda la insurrección civil. ¡Ojalá no sea demasiado tarde!

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