Sin superiores y sin suborninados

Sin superiores y sin suborninados

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Las diferencias jerárquicas de las sociedades actuales llegan hasta nosotros desde el más remoto pasado.  Esos distingos sociales, e incluso ciertos matices de la estimación publica, arrancan de concretas “situaciones” colectivas.  En primer lugar, de la dominación pura y simple: una tribu, un pueblo, un grupo social, puede imponer por la fuerza su señorío sobre otras comunidades.  La propiedad de la tierra –por tanto, de la producción agrícola– es el punto de apoyo tradicional de la antigua aristocracia terrateniente.  En ocasiones la dominación procede de ciertas ventajas técnicas o instrumentales: armas para la guerra, aperos para el cultivo de la tierra, equipos de navegación marítima. 

También por motivos de carácter individual es posible establecer distingos sociales.  A determinados hombres públicos se les aplican motes en conexión con su temperamento o su aspecto físico: Sancho el fuerte, Pedro el cruel, Enrique el impotente, Carlos el hechizado.  La realidad pare a Juan el invencible lo mismo que a Perico el perdedor.  Existen individuos taciturnos, empecinados, cobardes, inteligentes, mañosos, turbulentos, perezosos; y así hasta lo infinito. 

Los antropólogos se entretienen en filiar las profesiones y oficios con prestigio: guerreros, brujos, adivinadores, hechiceros, en las sociedades primitivas; médicos, sabios, eruditos, astrólogos, militares, en las sociedades medievales y modernas.  Los distingos fundados en la riqueza son evidentes en el atuendo, en los tratamientos protocolares, bienes de uso, objetos de consumo.  El poder político, la riqueza económica, las habilidades para la guerra, los conocimientos acerca de la historia o de la naturaleza, la energía del carácter, han sido fuentes de prestigio social en todas las épocas.  En nuestro tiempo son reverenciados los hombres de empresa, los actores y cantantes que alcanzan difusión internacional, los líderes políticos en ejercicio pleno.  A contrapelo de las profesiones respetadas están los oficios vilipendiados, denostados o desdeñados: enterrador, verdugo, barrendero, cavador de zanjas, “buzo” de los basureros, porquerizo.  En todas las sociedades hay ocupaciones honrosas y ocupaciones denigrantes.  Un relojero del siglo XVIII gozaba de tanta estimación colectiva como un experto en programación de computadoras de nuestros días.

Además, los hombres pueden realizar su trabajo habitual, cualquiera que este sea, de tres maneras diferentes: igual, peor o mejor de lo que se estima el “nivel promedio” en cada caso.  Y esto crea clases automáticamente; no es lo mismo un violinista virtuoso que un mediocre rascador de cuerdas; no es igual “un pelotero estrella” que uno del montón.  Las jerarquías son inevitables en los hospitales.  Allí trabajan para-médicos especialistas en el manejo de aparatos auxiliares, cirujanos tan virtuosos en su profesión como Yehudi Menuhin tocando el violín;  en los hospitales hay camilleros, enfermeras y médicos; unos mandan, otros obedecen.  En los ejércitos existen grados, rangos y funciones, claramente definidos: generales, tenientes, sargentos, rasos.  Por eso se dice que donde manda capitán no manda soldado.  Así como el enfermo no decide la dosis del medicamento que debe tomar, tampoco el camillero puede ordenar que un paciente sea trasladado al quirófano. 

Los ejércitos y los hospitales son constitutivamente jerárquicos.  Como lo es la Iglesia católica y como lo son las grandes corporaciones de negocios.  Los justo o injusto del orden establecido no depende de que haya o no haya jerarquías.  La injusticia estriba en que se niegue a quienes lo merecen la oportunidad de tener acceso a la cúspide jerárquica de esta o aquella actividad particular.  Todo esto viene a cuento por la tendencia, generalizada hoy en día, a no respetar las jerarquías vigentes.  Los subordinados no ocultan su falta de respeto a los superiores jerárquicos.  (A veces con sobradas razones).  Y los superiores jerárquicos verdaderos se ven obligados a imponer su autoridad por la violencia o a gritos.  Esta situación da lugar a que un funcionario gubernamental cualquiera opte por estar rodeado de guardaespaldas y “asistentes” que le aíslen del público, esto es, del grupo de donde podría surgir alguien que ponga en entredicho su autoridad.  La “autoridad”, vacilante y agredida, prefiere secretarias que mantengan una valla entre el jerarca y el publico en general.  A ellas les parece recomendable que “el jerarca” reciba el menor número posible de personas; así queda menos expuesto a los posibles desdenes a su autoridad.  Entre subordinados que no respetan a los superiores y superiores no muy seguros de dicha superioridad, se va formando una alianza tácita: te hago creer que eres lo que no eres con tal de que me permitas a mí ejercer en tu nombre un poco de la autoridad de que te han investido a ti.

En la República Dominicana todos los días alguna secretaria dice por teléfono: “el director está en una reunión y no podrá atenderle hoy”.  Después añade:  “¿Cómo se llama usted?” “¿Se trata de una cuestión personal?”   El licenciado, el doctor, el ingeniero, el director, el gerente, “estará de viaje durante una semana; puede llamar a partir del día quince”.  La triste conclusión es que, en muchos casos, ni el subordinado es subordinado ni el superior es superior.  Como es evidente, ninguna sociedad puede funcionar bien sin superiores verdaderos y sin subordinados que lo sean efectivamente.

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