SIN ZAPATOS NO HAY PARAÍSO MARGINACIÓN Y VIOLENCIA

SIN ZAPATOS NO HAY PARAÍSO MARGINACIÓN Y VIOLENCIA

Al llegar a la sala Cristóbal de Llerena de Casa de Teatro, tuvimos la sensación de haber penetrado en una miserable vivienda de uno de nuestros tantos barrios marginados, que solo vemos desde lejos.
La escenografía plurifuncional delimitada con paredes de zinc, un paupérrimo mobiliario y otros elementos significantes, creada por José Enrique Calvoof, es el resultado de su cabal concepción semiológica de la puesta en escena, que permite establecer el juego de correspondencia entre el espacio textual y escénico, y con el rompimiento de la frontalidad aproxima la acción al espectador.
En este miserable estancia se desarrolla el drama del dramaturgo brasileño Plinio Marcos “Dos perdidos en una noche sucia”, que llega a nosotros bajo el título de “Sin zapatos no hay paraíso”.
El cambio de nombre, sin duda para atraer al público, –la búsqueda del paraíso, con o sin… está de moda– resulta muy apropiado, porque los “zapatos” se convierten en elemento provocador; más que simple aditamento, son símbolo de la oportunidad.
En la obra de Marcos, autor comprometido, sus dos personajes –Toño y Paco– reflejan una realidad, la de una sociedad que ofrece pocas esperanzas, siendo víctimas de la marginación generadora de violencia.
Los jóvenes comparten la vivienda y sus carencias, pero tienen perspectivas diferentes de la vida. Toño es un tanto ingenuo, ha estudiado, quiere progresar y busca trabajo, pero intuye que su miserable atuendo es un obstáculo, y necesita de un buen par de zapatos para mejorar su apariencia.
Paco, joven estrafalario, en apariencia conformista, utiliza la violencia como estrategia de supervivencia. Es el típico “tigre de barrio”, y posee los atractivos y brillantes zapatos de charol que necesita Paco, pero se niega a prestárselos.
He aquí la gran paradoja, la falta de solidaridad entre iguales, entre marginados.
Los zapatos se convierten en el detonante que los lleva a tomar acciones desesperadas que los alejarán de sí mismos hasta llegar a un final previsible.
Dos excelentes actores encarnan estos personajes. Vicente Santos, de recia personalidad escénica, es un actor orgánico, construye su personaje a cabalidad, convierte a “Toño” en un ser entrañable, con ansias de superación, dentro de los cánones establecidos, y logra la empatía con el público.
Su contraparte es Richarson Díaz, la otra cara de la marginalidad, exquisitamente histriónico, proyecta al díscolo “Paco” en su verdadera dimensión semántica, enriqueciéndolo con un movimiento corporal, constante y elocuente.
El duelo actoral y verbal entre estos dos actores, mantiene la expectativa del público que, absorto, a veces ríe, otras sonríe, cavila siempre, y es que la obra es una mezcla de drama, tragedia y lirismo.
El énfasis en la forma de hablar de los actores, con sus alteraciones fonéticas, propia de nuestros sectores más empobrecidos, sitúa la trama en nuestro país, cuya realidad social es cónsona con la descrita en la obra, pero el mensaje del autor trasciende lo local, va más allá, bien puede ser cualquier otra sociedad con las mismas características de marginación y exclusión.
Durante el desarrollo de la trama, los niveles de tensión e intensidad dramática aumentan, propician pequeños clímax. El ritmo no decae, los diferentes componentes de la representación están perfectamente ensamblados, la dirección efectista de Pepe Sierra se convierte en elemento fundamental, logrando la mediación precisa entre texto y espectáculo.
El espacio escénico propicia el ritual, con escenas puntuales como el baño en la “batea”, estéticamente bien concebido.
La atmósfera se torna premonitoria, los encendidos debates de los personajes y las luces intermitentes van creando suspenso.
Paco intenta escapar con los “zapatos”, y entonces se produce el clímax, se escuchan tiros, la estancia – cual metáfora– se torna rojiza, la escena es perturbadora. Toño se paraliza, el pánico se apodera de él, es incapaz de asimilar lo sucedido. Vicente Santos, en una actuación suprema, en silencio, solo con la expresividad elocuente de un rostro transfigurado, logra conmovernos.

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