Sirop de maíz

Sirop de maíz

PEDRO GIL ITURBIDES
Dwight David Eisenhower cuenta de los días en que debió lidiar con los proteccionistas. «Entre 1949 y 1952, Estados Unidos exportó más de una cuarta parte de su tabaco, sorgo en grano, trigo y harina, algodón y arroz.

En 1950, exportó más del diez por ciento de todos sus camiones, maquinaria agrícola, motores «Diesel», maquinaria para prospecciones petrolíferas, maquinaria de imprenta, tractores, herramientas y maquinaria textil. La conclusión era clara: si los países extranjeros continuaban comprando a Estados Unidos en tal escala, y pagando en dólares norteamericanos, de alguna forma debían continuar poseyendo una reserva (de dólares)».

«Podían lograrlos de dos formas: mediante la ayuda extranjera o mediante la venta de sus propios productos a los mercados de Estados Unidos. La Administración pensó debíamos mantener abiertos tales mercados bajo programas que serían beneficiosos para ambas partes».

Este comentario lo hizo en «Mis años en la Casa Blanca», una obra en dos tomos que reprodujo pasajes de sus experiencias como mandatario de la gran nación. Otras veces he recordado aspectos de esos recuerdos, pero deseo reproducir algunos párrafos, con sus propias palabras. Porque Eisenhower no fue un mandatario común y corriente. Y entonces debió librar un duelo en que la perseverancia, la tenacidad, el sentido de justicia y el sentido común debieron exudar inteligencia y astucia.

«En octubre de 1952 -contó en sus memorias el ya fenecido mandatario-, Joseph Stalin, en su último discurso público, aseguró que era tan grande el sector mundial que se había alejado del oeste que Inglaterra, Francia y Estados Unidos no podían de ninguna manera ceder un lugar en los mercados internacionales a los productos de Alemania y Japón. Stalin concluía diciendo que, inevitablemente, Inglaterra y Francia «se separarían del brazo de Estados Unidos» y que Alemania occidental y Japón «tratarían de aplastar el dominio de Estados Unidos». En el momento de la crisis en esta desesperada batalla de los mercados, predecía Stalin que «llegaría el momento exacto en que la Unión Soviética diese el golpe decisivo».

Contra esa visión de Stalin se colocó Eisenhower. No con tanques, bombas y aviones, sino con disuasivas y racionales palabras frente a sus compatriotas proteccionistas. Para él era absurdo lo que se pretendía. En el Congreso federal, escribió, existían proyectos para elevar los aranceles a una serie de productos fabricados y vendidos por sus aliados. No lo expresa en su obra, pues la escribió a poco de entregar el mandato a su sucesor, John F. Kennedy, pero sin duda creyó que, de mantenerse un abierto mercantilismo dieciochesco, el sueño de Stalin se cumpliría.

Hubo instantes en que temió por ello. Cuenta que hacia la primavera de 1953 los proteccionistas habían presentado a las cámaras legislativas una serie de argumentos destinados a lograr apoyo para obstaculizar importaciones diversas. Para explicar lo irracional de aquellas posturas, Eisenhower cuenta que «los plantadores de almendras de California, los fabricantes de instrumentos de música de todo el país, los miembros del Bycicle Institute, los miembros de la «Maraschino Cherry and Glacé Fruit Association», conserveros de pescado, fabricantes de sombreros, fabricantes de sombreros de paja, industriales de la lana, fabricantes de encendedores para cigarrillos, cultivadores de nueces… todos estos y miles más unieron sus voces a los poderosos ruegos de los productores de plomo, zinc, petróleo y carbón, quienes iban a lograr específica protección a través de cuotas de importación reducidas en la legislación presentada por el diputado de Pensilvania».

Un día, el mandatario convocó a una reunión en la Casa Blanca. Juntó a lo más granado del Congreso federal, de los sindicatos y de los sectores productores, primarios e industriales. Sí, les dijo, también él era partidario de vender mucho y comprar poco. Pero le dio vueltas al pensamiento con que hemos iniciado este escrito. ¿Qué ocurrirá cuando se les acaben los dólares a los países a los que se les ha vendido sin medida y se les ha comprado en forma restringida?

Al escribir sus memorias, hacía tiempo que su persuasivo discurso había logrado que los proteccionistas cedieran terreno. La nación heredada por Kennedy, lejos de ser un mercado nacional con altos aranceles, era un país abierto al intercambio, sobre todo con naciones amigas. De ese período datan las generosas cuotas asignadas para la exportación de azúcar de caña desde la República Dominicana.

Pero claro, Eisenhower era un hombre de guerra. Había sido jefe de a bordo, en el primer bergantín, de la invasión a Europa. Nunca se puso en duda su hoja de servicio en el ejército, y jamás se discutió si fue conscripto de primera línea y soldado ganador. Por eso, y porque creía que ciertos modos de vida debían compartirse, luchó hasta lograr su propósito.

Mientras bregaba en pleito parecido, pero en relación con asuntos fiscales, Eisenhower debió emplearse a fondo con legisladores apasionados e irracionales y políticos mañosos. Años más tarde, recordando esos días, escribió:

«Desde luego, todos somos egoístas. El instinto de conservación nos conduce a la miopía y a cometer actos egoístas a expensas de nuestros hermanos. Pero me parece a mí que lo menos que debemos hacer es pensar en nuestras obligaciones a largo plazo con el mismo entusiasmo que lo hacemos en nuestras inmediatas victorias o ganancias… No hay prosperidad futura para nadie excepto si todo el conjunto, si la totalidad, prospera».

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