Soberanía y nacionalidad

Soberanía y nacionalidad

JOAQUÍN RICARDO
La palabra soberanía proviene del vocablo supremus, que en latín significa lo más elevado, lo supremo, lo inapelable.  Aplicando esta noción de soberanía al Estado, tenemos que la misma es el poder que éste tiene para conducir sus pasos sin otro condicionamiento que su propia voluntad.

La soberanía es, pues, la facultad del Estado para auto-obligarse; auto-determinarse, o sea, conducirse sin obedecer a poderes ni autoridades ajenos a los suyos. En tal sentido, el Estado está provisto de un poder sustantivo, supremo, inapelable, irresistible y exclusivo que actúa y decide sobre su ser y modo de ordenación.

Jean Jacques Rousseau, en su obra de mayor aliento, El Contrato Social, expresa “que sólo la voluntad general puede dirigir esa fuerza universal y compulsiva en que consiste la soberanía. Por tanto, cualquier imposición de una voluntad particular es un acto ilegítimo, cuando no tiránico”.

Después de estas consideraciones previas estimo que las actuales autoridades acusan una peligrosa debilidad y una preocupante falta de responsabilidad cuando de nuestra soberanía se trata. Esto se evidencia en su comportamiento ante grupos de presión nacionales e internacionales. En esta oportunidad, han cedido a las presiones foráneas que reclaman, en franca intervención en nuestros asuntos internos, el cese de las repatriaciones de los ilegales que se encuentran en nuestro territorio.

Cuando de ciudadanos haitianos se trata, nuestras autoridades, al no tener una política definida sobre este vital problema, se atemorizan y sacrifican nuestra soberanía como si fuera la cesión de acciones en alguna compañía estatal.

La nación dominicana tiene pleno derecho, amparada en su ley sustantiva y en las leyes adjetivas, de mantener en su territorio a quien le plazca.

No es cierto que estemos “deportando” a dominicanos, hijos de haitianos, nacidos en el país. La Constitución dominicana es clara en su Artículo XI: “Son dominicanos todas las personas que nacieren en territorio de la República, con excepción de los hijos legítimos de los extranjeros residentes en el país en representación diplomática o los que estén en tránsito en él”.

Según el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia, al definir la palabra tránsito, dice lo siguiente: “De tránsito.  Dícese de la persona que no reside en un lugar, sino que está en él de paso”.  En consecuencia, nadie que esté de paso en el país puede ser residente legal.

Nuestra Carta Magna establece un principio limitado y restringido del Jus Soli para la nacionalidad.  La constitución haitiana se aferra exclusivamente al Jus Sanguinis cuando establece en el Artículo 11 lo siguiente: “Posee la nacionalidad haitiana de origen todo individuo nacido de un padre haitiano o de una madre haitiana, quienes a su vez hayan nacido haitianos y nunca hubieran renunciado a su nacionalidad desde el momento de su nacimiento?”.  Para ratificar su apego a su nacionalidad, el Artículo 15 de la referida constitución establece: “La doble nacionalidad haitiana y extranjera no es admitida en ningún caso”.

Resulta evidente que los hijos de extranjeros nacidos en nuestro territorio de padres sin permiso legal de residencia caen en la categoría de transeúntes. Sus hijos, aunque nacidos en nuestro territorio, no son dominicanos.

En lo que concierne a los haitianos que están de manera ilegal en nuestro territorio, nuestras autoridades, en una penosa muestra de debilidad, no han reclamado con la fortaleza necesaria al vecino país que dote a sus padres y a estos niños o adolescentes del pasaporte correspondiente que ratifica su nacionalidad, recordándole a las autoridades haitianas que las cuestiones relativas a la nacionalidad, la ciudadanía y la migración son del ámbito del derecho público interno y se manejan de acuerdo a lo establecido en las constituciones de los Estados y en sus leyes adjetivas. En otras palabras, son atributos de la soberanía de los Estados.

El Artículo XX de la Convención Americana de Derechos Humanos, conocida como Pacto de San José, establece que en caso de conflicto entre el Jus Solis y el Jus Sanguinis, prevalece el Jus Sanguinis o la nacionalidad por filiación. Es decir, no importa donde nazca la persona, no es ciudadano del lugar cuando hereda la nacionalidad extranjera o el derecho a esta nacionalidad, que le transmite su padre o su madre.

Sobre este asunto de trascendental importancia para nuestro país, conforme al Artículo XIX de la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre y el Artículo VIII de la Declaración Universal de Derechos Humanos, “toda persona tiene derecho a una nacionalidad y a nadie se le puede despojar o privar de su nacionalidad de origen”.

El Gobierno dominicano no puede ceder, como ha estado sucediendo, a la extorsión del Estado vecino ni de los organismos internacionales para que otorguemos la nacionalidad a quienes no tienen derecho a ella. Tampoco debe ceder, como lo ha estado haciendo, a las abiertas injerencias de poderes foráneos para que cesen las repatriaciones. Es un derecho inherente a nuestra soberanía.

Resulta, pues, lamentable que el Gobierno no tenga una política clara y definida en defensa de nuestra nacionalidad, sin renunciar a otorgar a los haitianos que residen de manera ilegal en el país un trato acorde con su condición humana.

Penosamente, las autoridades están dando muestras de debilidad y vacilación en algo tan cardinal como lo es la nacionalidad. James Rusell Lowell, poeta y escritor estadounidense del siglo XIX, expresaba que “hay dos clases de flaqueza: la que se quiebra y la que se pliega”. Al parecer, el actual gobierno prefiere esta última, tratando de obviar el grave peligro a que expone a nuestras esencias. Ya lo dijo el científico y Premio Nóbel español don Santiago Ramón y Cajal, en sus Cartas de Café: “Los débiles sucumben, no por ser débiles, sino por ignorar que lo son. Lo mismo sucede con las naciones”.

Esperamos que el gobierno dominicano reformule, si existe, su política exterior en este aspecto y no se convierta en el sepulturero del preciado legado que obtuvimos el memorable 27 de febrero de 1844, como consecuencia del extraordinario sacrificio de Juan Pablo Duarte y sus abnegados seguidores.

Nuestra soberanía es un derecho sagrado e intransferible que nadie puede enajenar ni siquiera en forma parcial, porque sería faltarle el respeto al fundador de la sociedad secreta La Trinitaria.

Ante estas muestras de debilidad y de entrega apelamos, con las palabras del doctor Balaguer, referidas al Fundador de nuestra nacionalidad, para que permanezca aquí con su pueblo, para que su ojo insomne como el del vigilante nocturno, vele sin cesar por la supervivencia del suelo que le vio nacer; del país que le debe la libertad; de la nación que hizo y de la bandera que enarboló.

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