En un país de tanta injusticia y desigualdad todos terminamos siendo cómplices y culpables. La complicidad viene por muchas vías. Tenemos el estricto deber de participar en las elecciones de las autoridades, escuchar discursos de campaña y elegir nuestros favoritos. En ese proceso se generan simpatías, compromisos emocionales y lealtades hacia “los elegidos”. En muchos casos esa vinculación es de doble vía. Cuando se pertenece a un partido el asunto va mucho más lejos. El ciudadano partidario y el candidato comparten objetivos políticos y sociales, y hay un compromiso mutuo que a menudo se convierte en franca complicidad, traicionando el bien común, la noble causa original. Por muchas razones y motivos. En nuestro país hay demasiadas personas que necesitan del favor del Estado para obtener empleos, contratos, dádivas, y simples diligencias para obtener un documento. Conozco empresarios y gentes de negocios que tan solo procuran que gobierno y funcionarios no cometan injusticias o arbitrariedades contra ellos y sus empresas; o que el gobierno acuda en su defensa aplicando la ley, no requiriendo o demandando violación alguna de la ley a favor suyo. En ese sentido, actuando con “discrecional buena intención”, funcionarios y gobernantes suelen violar leyes, reglamentos y normas. En un país con tantas precariedades son pocos los que ven como un exceso que el Presidente, por ejemplo, se reserve un alto porcentaje del Presupuesto para la Cartera de la Presidencia; que utiliza, con discrecionalidad en muchos imprevistos, emergencias, urgencias y, desde luego, en favores a gentes que lo necesitan, sean copartidarios, relacionados o amigos; y, con frecuencia, por vía de los anteriores, hacen favores a ciudadanos comunes, que de otro modo no tendrían acceso a ninguna de las instancias donde el servicio o el favor del Estado lo auxiliaría, al menos, con la presteza que muchos casos requieren. En ese sentido, la cantidad de gente común que es “sobornada” por el gobierno es muy alta. Y si se suman los empleos, las asignaciones y favores monetarios y de variadas naturalezas, la lista de “sobornados” por el gobierno y sus funcionarios es enorme. Lo menos que aspira un ciudadano común es que se le trate con el respeto que le acuerda la Constitución. Pero, en este país, eso es excepcional, y muchas gentes tienen que buscar esa seguridad en la política o en vínculos y relaciones primarias, afectivas y particularistas con gentes del gobierno. Pero ocurre que ese mecanismo es de doble vía. Lo que implica que el sistema mismo soborna conciencias y retuerce relaciones interpersonales. Por lo que la aplicación de la ley suele hacerse difícil y el juicio moral, casi imposible. Excepto, obviamente, en delitos mayores en los que se perjudica a sectores ciudadanos y hasta al partido oficial y al sistema. Es preciso adecuar los mecanismos para que el sistema de soborno completo sea innecesario y sea erradicado. Pero lo urgente e importante es afirmar el criterio de que el crimen contra el Erario sea castigado de modo que a nadie se le ocurra jamás.