Sobre azúcar y amarguras

Sobre azúcar y amarguras

AMPARO CHANTADA
Recuerdo el impacto que me causo, el libro Azúcar Amargo. Era una mezcla de indignación y de vergüenza. Me sentía culpable por la realidad descrita tan escondida y deshumanizada. Los organismos internacionales, que lo habían propiciado, buscaban indignar, no tanto sobre el cultivo de la caña y la cultura que lo rodea, sino sobre las condiciones de trabajo y de vida, en general, de los braceros. Dieron en el blanco, y fue una justa ola de indignación. En el mundo occidental, que había propiciado la esclavitud ligada al cultivo de la caña de azúcar, las almas se revolcaron y se indignaron, cuatro siglos después.

En el país, la indignación fue mas sobre la forma que de contenido. No era posible, según algunos, hablar de esclavitud. La vida en los bateyes actuales, no era la esclavitud del siglo XVI, pero en verdad, era un remanente indignante en nuestro siglo XX. Para otros, esas disquisiciones infinitas hubieran sido necesarias en cónclaves o seminarios cerrados. Pero nadie condeno, la explotación de los braceros y sus familias, las formas de vida, de sobrevivencia mejor dicho, sobre los salarios y las enfermedades. Sobre la exclusión social de ese mundo laboral y la ceguera colectiva de la Nación, menos aun.

Algunos, nacionalistas y chauvinistas confundidos, construyeron sus argumentos alegando la injusticia que representaba sacar esos trapos sucios frente a una comunidad internacional, siempre dispuesta a defender las causas perdidas. Nadie quería reconocer la paternidad de tal situación, que describía solamente las condiciones de vida actuales de miles de personas que desde el inicio y durante, el siglo XX habían hecho la fortuna de extranjeros, propietarios de ingenios y después, del Estado dominicano.

Llegados de todo el Caribe anglosajón y después de la ex – colonia francesa, Haití, los braceros, como se les llamaron, se habían convertido en la espina dorsal de la columna vertebral de la economía dominicana. Pero nada de reconocimiento, ni de celebración, la caña de azúcar, nunca hizo fecha patria en el calendario dominicano y menos aun, en la conciencia del ser dominicano. Esos campos son monótonos para algunos. Ninguna escuela dominicana celebra el inicio de la zafra, ni esta es objeto de estudios aplicados. Ningún arquitecto ha destacado la belleza insólita de esa chimenea humeando en blanco, baluarte de los campos y marca indeleble de Villa Altagracia, de Esperanza o de Andrés Boca Chica. Al contrario, la caña forma parte de una memoria ocultada y recluida en los dedales de la difícil identidad del dominicano, esta asociada a la esclavitud y a un modo de hacer las cosas que los españoles no intensificaron aquí, pero si en Cuba, que los ingleses y franceses perfeccionaron al punto, de constituir la base material de sus exitosas economías, próximo a la Revolución industrial. En la memoria del dominicano, el azúcar se asoció a la llegada del cocolo y del haitiano, con ellos, sus ritos religiosos que la Iglesia Católica condena y rechaza, como el vodú y la santería. Ninguna mala palabra española se asocia al dolor de la zafra, solo, el sonido colorido del creole, como lo rescato, Nicolás Guillén.

Por eso, veo hoy, con un sentimiento confuso, la dominicanidad resaltada y agrupada en torno a la caña de azúcar: en contra del maíz y del sirop, sonando esto, algo surrealista. Se es alegre por haber impuesto un 25 % de gravamen al producto gringo, por encima de las presiones, se realizó una Unión Nacional, en torno a una industria dominada por capitales extranjeros, cubano-americanos, que reivindica a 9,000 colonos que esperan su renta anual y a 2,000 a 3,000 empleados. ¿Quiénes son ellos, a dónde están, no son oficinistas, son esos braceros y familias agrupadas en torno al Ingenio y en los bateyes! Porque no nombrarlos, porque no defenderlos, no son abstracción, son la realidad.

Algunos sintieron alegría frente a ese sobresalto nacionalista con razón pero preocupa, que otra vez, se obvie, la razón de ser de la industria cañera dominicana: esos 2,000 a 3,000 braceros, trabajadores de los ingenios y bateyes, siempre y hasta hoy, olvidados: ellos son la espina dorsal de esa industria, tan querida hoy, elevada al rango de Industria Nacional. Es, me imagino, para salvar esos 3,000 empleos de humildes trabajadores, en su gran mayoría, dominicanos hoy y haitianos ayer, que se impuso ese gravamen de 25 %, sino la guerra del azúcar contra el maíz no tiene sentido. Hasta las guerras económicas tienen sus héroes, ellos deben ser los motivos humanizados de tan grande sobresalto nacionalista.

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