Sobre bondades y maldades de la agresión

Sobre bondades y maldades de la agresión

JACINTO GIMBERNARD PELLERANO
Estos razonamientos y dilucidaciones no tienen mucho que ver con las insensateces agresivas que estamos padeciendo los dominicanos a causa de la desaforada, desorbitada y enfermiza ambición de poder de unos cuantos manipuladores con vestimenta de sindicalistas del transporte público. Quiero referirme a la agresión positiva, necesaria y saludable para el conglomerado.

En este aspecto, el Estado -con lo mucho que cobra a la población por hacer su trabajo de ordenador justiciero- está obligado a defender a los ciudadanos y visitantes -deseados o no-, protegiéndolos de abusos, trátese de grados mayores o menores de crímenes, o atropellos.

Alejémosnos de lo enloquecido del tema, para tratar aspectos positivos de la agresión.

Lo primero es que Agresión, por su origen, no es sinónimo de ataque. El término proviene del latín “aggredior-aggredi”, traducible al castellano como “dirigirse a, encaminarse hacia, emprender, intentar, entrar en materia, acometer” (Pbro. Juan Pedro de Andrea: Diccionario Latino-Castellano, Ed. Sopena Argentina, 1960).

Modernamente agresión es sinónimo de violencia destructiva (hoy lo vemos en Irak, y las intenciones continúan).

La agresión es un instinto. Pero veo el instinto como algo que se va formando, algo que no constituye una especie de monstruo prefabricado, genéticamente realizado a plenitud, que simplemente está ahí, desde siempre y porque sí.

Lo primero en aparecer en el recién nacido son impulsos. Al inicio de la vida, parecen conducir solamente a acciones automáticas. Mamar, respirar, eliminar, no tienen (y lo repite el psicólogo W. Gordon Allport en su obra La Personalidad -Ed. Herder, Barcelona-) “no tienen el carácter que se atribuye usualmente a los instintos de tender a la realización de un propósito. Es decir, no aparecen claramente objetivos como los que se suponen en los institutos de apareamiento, de conservación, de huida, gregario, etc.”.

Diría yo en una concepción personal, que el instinto es la adultez del impulso, es el impulso evolucionado. Es que todo se mueve.

A. Q. Sartain y colaboradores en su obra Psychology: Understanding Human Behaviour, ofrecen una fórmula que me satisface ampliamente: dicen que “un individuo es función de la interacción de la herencia y el medio ambiente en el tiempo”. (McGraw Hill Book Co). En verdad, si importante es el ambiente y la herencia, no menos importante es el tiempo, el momento, el instante y el orden de los acontecimientos que irán dándole forma al individuo.

La importancia del ambiente-tiempo es tal que Arthur Jersild, de la Universidad de Columbia afirma (Psicología de la Adolescencia, Aguilar, Madrid) que “la interacción entre la dote genética de una persona y su medio ambiente comienza en el momento en que es concebida. Su naturaleza potencial requiere la influencia ambiental desde el principio, aún en el seno materno”.

La agresión destructiva, que para el etólogo y psicólogo Konrad Lorenz constituye “una realización y una función equivocada del instinto”, citado por F. Hacker en su obra Agresión (Ed. Grijalbo, Barcelona-México, 1973) la estimo resultado de una disposición defensiva. El humano agrede todo cuanto atenta contra su particular concepción del “bien”, esté errado o no. Sospeche o no su valoración negativa o positiva.

La agresión opuesta a la agresión destructiva, la inevitable contraparte que existe en todo, es responsable de la abrumadora mayoría de logros positivos.

Conforme a su significado original latino, agredir es comprender, aclararse, combatir constructivamente, acometer empresas. La persona creativa, constructiva y fértil, es positivamente agresiva. Tanto lo fueron aquellos arriesgados navegantes fenicios o vikingos, como Don Cristóforo Colombo o Yuri Gagarin, primer hombre en el espacio exterior a bordo de la nave espacial soviética Vostok I en 1961.

Maurice Pradines, del Instituto de Francia y La Sorbona, divide al humano creador en “Homo Faber” (hombre fabricante), “Homo Religious” (hombre religioso), “Homo Artifex” (hombre artífice), “Homo Loquens (hombre parlante) y “Homo Politicus” (hombre político). Así lo consigna en el segundo tomo de su Tratado de Psicología General (Editorial Kapelusz, Bs. As, 1962).

Para mí, todos esos hombres son resultado de su capacidad agresiva. Todo lo que es esfuerzo por romper moldes existentes, por alterar curso de ideas, por encontrar, por hacer…todo es agredir contra lo que ya está. La agresión es signo de movimiento, y todo es movimiento.

Resulta fácil asociar a Rousseau, que absorbió del ambiente francés de la segunda mitad del siglo dieciocho los gérmenes formadores de ideas que dieron forma sólida a nuevos conceptos de libertad, igualdad y democracia (con todos los escollos que ésta todavía encuentre para ser efectiva y trascender la bamboleante mentira de su difícil realidad) pero resulta difícil asociar a Rousseau con un agresor.

Pero lo fue.

Para bien.

Necesitamos agresores positivos.

Sólo así podemos enfrentar el desorden que nos abruma.

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