JACINTO GIMBERNARD PELLERANO
Ya lo sabemos. Son muchos los factores que convergen en la creación de un alud delincuencial como el que nos abate. No obstante, es harto sospechoso que esa lava ardiente de odio y crueldad surja y se derrame furiosa por el país a un mismo tiempo, cuando el gobierno del Presidente Fernández apenas tiene un mes en el poder, y cuando -creo que por primera vez- el Jefe de la Policía Nacional, mayor general Pérez Sánchez, reconoce y enfrenta la alta delincuencia dentro de la institución, en lugar de continuar la práctica histórica e invariable de ocultar los graves males.
Bien es cierto que la población más agobiada por los latrocinios, dispendios y destinos del pasado gobierno coloca su miseria y su rabia sobre un trípode espantoso: 1.- La tenencia de armas de fuego entregadas a miles de potenciales o activos delincuentes durante el período anterior a las elecciones presidenciales; 2.- La impunidad garantizada por el oficialismo; 3.- El horror de sus carencias elementales, al cual puede añadirse el terrible fantasma de la droga, ya vigente debido a haberse iniciado en el vicio con porciones con que les pagaban tareas de traslado y distribución. Porque tales servicios se pagan en efectivo o en dosis de estupefacientes.
Es decir, las tres patas del trípode están ahí, pero falta montarle encima el plan macabro, con extra-pago por demás.
El país necesita urgentemente una fenomenal transformación de la Policía y también la incorporación de miles de efectivos militares a labores de patrullaje. Cuando peligra la seguridad ciudadana ¿no tiran a las calles la Guardia Nacional los civilizados, democráticos y admirados Estados Unidos de Norteamérica?
¿Pretendemos aquí, cargados de gente miseriosa y desesperada, ser más papistas que el Papa?
Para mí, como para muchos, algún grupo empecinado en desestabilizar el Gobierno de Fernández está pagando, y muy bien, esas fechorías espeluznantes.
Por supuesto que un país no se ordena y disciplina sólo por la fuerza, aunque haya quienes citen dictaduras como la de Stalin, Hitler, Trujillo o del mariscal Tito y recuerden que tanto Stalin como Tito manifestaron en alguna ocasión: «Ustedes sabrán quienes son estas gentes, cuando yo no esté». Y entonces uno ve el desastre de Rusia con sus mafias de arriba y de abajo, y la Yugoeslavia de Tito hecha un infierno de odios raciales, corrupción y violencia atroz. Aquí vimos que una vez aniquilada la presión terrible del régimen trujillista, la obligatoria buena conducta cívica que principalmente se centraba en una dócil doblegación al régimen, rotos los diques, presentó la realidad de que muchos -más de lo que podemos imaginar- lo que anhelaban y perseguían era convertirse ellos en trujillos o trujillitos y hacer y deshacer según les viniera en ganas.
Entonces, con presión y represión terrible no se logra la educación y disciplina de un país, como no se logra sobre un núcleo humano, aunque sea la familia inmediata.
Lo primero -a mi ver- es la adopción de disposiciones que mejoren grandemente la justicia social. Establecer políticas urgentes para la creación de empleos no gubernamentales con unas condiciones decentes, aunque quienes vengan a invertir continúen aplicando la Ley del Embudo: lo ancho para ellos y lo estrechísimo para nosotros. Luego se arreglarán las cosas, siempre que los convenios sean suficientemente cautelosos. Decían los viejos; «En el camino se arreglan las cargas».
Ya sé que el clientelismo político no puede ser cortado de repente, por obvias que sean las razones, pero hay que caminar hacia allí. Es por eso que digo que todas las magníficas ideas expresadas por Leonel Fernández en su discurso inaugural no pueden ser puestas en marcha de golpe. Hay que colocar los rieles antes de pretender que una locomotora arrastre vagones de progreso público.
El ataque a la impunidad delictiva de personajes otrora intocables es, ciertamente, algo que no puede esperar. El pueblo está desesperado y la espléndida victoria electoral del 16 de agosto es testimonio de esperanza en los valores de Leonel Fernández y de la convicción de que la única vía para lograr cambios buenos está dentro del sistema democrático. Que no será el mejor pero sí el menos malo que se conoce. Algo así decía Churchill.
El país es hoy mucho mayor que cuando Ripley o Ludovino Fernández -terribles castigadores- sabían quienes eran ladrones por el «modus operandi», pero mantiene características de aldea donde todo el mundo se conoce… y habla. Entonces no es posible que las autoridades no sepan donde están los «puntos» de distribución de drogas y de armas. Y no conozcan los nombres de esos personajes que se aparecen en vehículos de lujo con vidrios tintados de negro. No puede creerse que la Policía no sepa, por el modo en que viven, quiénes son sus mayores delincuentes.
Es hora de actuar. Hay que publicar nombres y rangos. Detener el amparo de los quepis rameados.