Sobre igualdad, desigualdad, justicia y pobreza

Sobre igualdad, desigualdad, justicia y pobreza

 JACINTO GIMBERNARD PELLERANO
No es que sea posible crear una igualdad entre los humanos, pero es posible disminuir las desigualdades, atacar la miseria extrema, aplicar rígidamente un control al formidable negocio de la guerra a muerte (porque otras formas de guerras: comercial, emocional, discriminatoria -por ejemplo- son de imposible erradicación). Esta semana el nuevo primer ministro del Reino Unido, Gordon Brown, ofreció al mundo una esperanza de cambios posibles.

Propuso en la sede de la tradicionalmente decepcionante ONU, una nueva alianza internacional para combatir la pobreza y dijo que «los ricos tenemos que aceptar nuestra responsabilidad e invertir, asistir, terminar con el proteccionismo y cumplir nuestras promesas». Brown afirmó que siete años después de que el mundo desarrollado se comprometiera a redoblar su asistencia a los países más pobres para lograr «Los Objetivos de Desarrollo del Milenio», el ritmo es demasiado lento, la dirección incierta y el sueño se ha puesto en riesgo.

No es posible erradicar la pobreza. Si alguna duda hubiese, recordemos que Jesús, el Cristo, estando en Betania, en casa de Simón, al que llamaban el leproso, no se opuso a que una mujer derramase sobre su cabeza el costoso perfume que traía en su frasco de alabastro y cuando los discípulos se indignaron diciendo que tal perfume podía haberse vendido para beneficio de los pobres, Jesús les dijo que siempre habría pobres pero que él no estaría siempre.

Pero una cosa es la pobreza -que tiene muchos matices- y otra, la miseria extrema.

Esa es erradicable, a menos que quienes la viven la hayan elegido.

Creo que el primer ministro británico, Brown, es sensible a la responsabilidad de los países fuertemente colonialistas del pasado, que sacaron enormes riquezas de los territorios que ocuparon, sin atender adecuadamente el desarrollo cultural de los nativos, llegando al extremo de ahondar las diferencias grupales y tribales mediante una aplicación del «divide y vencerás», hasta que el odio indireccionado se desbordó en desastre indeseado.

Aquí, en Santo Domingo, la pobreza fue unificadora cuando se extendió como una nube de grisuras tras el desinterés del Reino Español después de la muerte de los Reyes Católicos. En 1510 tuvimos la primera expedición de frailes domínicos, recordada por el famoso sermón de Fray Antón de Montesinos en defensa de los indígenas (llamados erróneamente «indios»). Luego del fallecimiento de Fernando Quinto, «el Católico», ya bajo la regencia del Cardenal Cisneros, llegó la Orden de San Jerónimo y se incrementó la introducción masiva de esclavos africanos para suplir las insuficiencias productivas de los «indios».

Pero aquellos religiosos, unos más que otros, unos pensando en las utopías de un Fray Bartolomé de las Casas y sus «Remedios para los españoles que allá están» y los demás haciendo el bien que les era posible, todos dejaron un sedimento humano -en el buen sentido- que nos ha servido para llegar a ser una Nación, tan defectuosa como cabe suponer para lo humano, pero dueña de una extraña compacticidad. Que peligra.

Aún a mediados del pasado siglo, el Veinte, no había lucha de clases, aunque sí una aceptada discriminación que no se asentaba primariamente en lo racial, sino en calidades intrínsecas, lo cual no significa que personas de características fuertemente africanas en lo físico, como el eminente doctor Heriberto Pieter, no tuvieran que sufrir desprecios en la Universidad, o que ciertos personajes que habían alcanzado importancia social, a pesar de ser de tez oscura, buscaran «mejorar la raza» casándose con mujeres blancas y prohibieran que a sus fiestas hogareñas fuesen invitados «negros». Pero se trataba de una discriminación más o menos blanca, aceptada generalmente con floja naturalidad.

La igualdad no existe. Existe la unicidad. La irrepetibilidad de cada ser humano y sus valores. Ni siquiera lo genético tiene poder absoluto. De los hijos de un genio musical como Juan Sebastián Bach, muchísimos, algunos tan atrevidos como Juan Cristián Bach, que se burlaba de las producciones de su padre, llamándolo «vieja peluca», de ellos no surgió siquiera uno con el talento del padre.

¿Qué han hecho los hijos de los grandes genios del arte, la ciencia y el pensamiento?

Busquemos mejorar al máximo la vida de todos los humanos.

Pero no sobreestimemos los resultados.

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