Sobre la ciudad, sus arquitectos y la
“Guía de arquitectura de Santo Domingo”

<P>Sobre la ciudad, sus arquitectos y la <BR>“Guía de arquitectura de Santo Domingo”</P>

POR MIGUEL D. MENA
Las letras sobre Santo Domingo son escasas. A pesar de ser la ciudad europea más antigua del Nuevo Mundo, de su importancia en el urbanismo colonial y de constituirse desde principios del siglo XX en la metrópoli más poblada del Caribe, el delineamiento de sus perfiles es escaso.

El primero en habitarla y dar cuenta de su cotidianidad fue el cronista de Indias, Gonzalo Fernández de Oviedo, tanto su «Historia general y natural de las Indias, islas y tierra firme del mar océano» (1535-1557) como en sus «Quincuagemas de la nobleza de España» (1855), ambas obras recién editadas de manera general en el siglo XIX. La invasión y devastación de la ciudad por las huestes de Francis Drake en 1586, los denominados «siglos de miseria» que le siguieron –el XVI y XVII-, borraron a esta ciudad de los Colones del mapa político y cultural de las Américas.

Un dato curioso es el efecto multiplicador que tendrá la consolidación de la colonia francesa en el lado occidental de la Isla. Debido al surgimiento de Saint-Domingue y de su gran significación para la economía gala, se genera un gran interés por reconocer y comparar la parte española de la Isla de Santo Domingo. La obra Moreau de Sain-Mery, «Descripción de la parte Española de Santo Domingo» (Philadelphia. 1796), y los textos que recogiera Emilio Rodríguez Demorizi en «Cesión de Santo Domingo a Francia» (1958) y «Viajeros de Francia en Santo Domingo»  (1979), nos dan el mejor retrato de la colonia y la ciudad.

En el siglo XIX de nuevo serán los intereses coloniales los propiciadores de una visión urbana. Españoles queriendo recuperar la vieja colonia, norteamericanos explorando la posibilidad de cesiones, concesiones o compra, de nuevo Francia, nos quedamos transcritos en la mirada del afuera.

A finales de aquel siglo al fin comienza un pensamiento propio. Se lo debemos a José Joaquín Pérez y a Salomé Ureña, los primeros en avizorar lo propio de nuestro espacio urbano. En el siglo XX la historia es conocida a partir de los estudios del alemán Erwin Walter Palm y la obra fundamental para comprendernos: «Los monumentos arquitectónicos de La Española», publicada en un año muy especial, 1955.

En 1955 se celebran los 25 años de la Era de Trujillo, construyéndose la Feria de La Paz y la Confraternidad del Mundo Libre. De paso, se reinventó el viejo Palacio de la familia Colón y se rebautizó como «Alcázar de Colón», una denominación producto más de la fantasmagoría que de la realidad histórica.

A partir de entonces lo colonial se convirtió en punto de la agenda de Estado. La creación de la Oficina de Patrimonio Cultural (OPC) en 1967 le quitó al Ayuntamiento sus viejas atribuciones y le permitió al presidente de entonces, Joaquín Balaguer, implicar toda la ciudad en un gigantesco proceso de remodelación.

Entonces comenzó la hora de los arquitectos. Manuel Delmonte Urraca y Eugenio Pérez Montás se convirtieron en los nuevos pensadores, ejecutores, diseñadores del orden en la Ciudad Colonial.

En 1992 Delmonte Urraca publica «Memorias de la ciudad de Santo Domingo: origen, decadencia y rescate de su patrimonio cultural», un recuento de su gestión al frente de la OPC, un libro a veces desconcertante, donde no tiene reparos en justificar la borradura de la cara republicana de la Ciudad Colonial, para no hablar de la tragedia que representó la intervención en el Parque Independencia (1974-1975).

Eugenio Pérez Montás, por su parte, fue más allá de sus labores burocráticas. Las «Casas coloniales de Santo Domingo» (1980), «República Dominicana: monumentos históricos y arqueológicos» (1984), «La ciudad del Ozama: 500 años de historia urbana» (1998), son tres textos que merecen la atención de historiadores, arquitectos y urbanistas.

En 1986 otro arquitecto, Rafael Calventi, realiza el primer inventario orgánico: «Arquitectura contemporánea en República Dominicana».

Todo este conjunto de textos desemboca en la «Guía de Arquitectura de Santo Domingo» (2006), elaborado por un grupo apadrinado por la Fundación Erwin Walter Palm e integrado por José Enrique Delmonte, Emilio Brea, Mauricia Domínguez, Linda María Roca y Risoris Silvestre. (Aprovecho la ocasión para agradecerle a M. Cecilia Mora Ramis, ministra consejera en la Embajada Dominicana en España, la obtención de un ejemplar…).

Estamos ante un texto trascendente: por la calidad de la investigación, la presentación de sus temas, y por una impresión que cumple todos los grandes standards editoriales.

Luego de una introducción donde se toca la geografía, el urbanismo y la arquitectura de la ciudad, se pasa a «seis itinerarios urbanos».

Donde la Guía luce un tanto limitada es en el apéndice. Pienso que se le concede demasiado espacio al Faro a Colón, yéndose por cierto devaneo internacionalista al pensarnos en las posibilidades de insertarnos en el mapa contemporáneo de entonces, sin realizar una crítica consistente al mismo. Mal de arquitectos será: el no implicarse en un cuestionamiento sobre el poder, las prácticas autoritarias y las ejecutorias urbanísticas.

Otra limitante es la manera en que sólo aparece la arquitectura de autor, sin valorar la anónima, la barrial. En el mapa anexo se podrá apreciar cómo de los «barrios» tradicionales, sólo San Carlos cuenta con cinco ejemplos, y el resto –Villa Francisca, Villa Consuelo y todo lo que hay luego de cruzar el puente Duarte-, nada.

Sin embargo, la «Guía de arquitectura de Santo Domingo» es una obra ya imprescindible para comenzar un duro camino: el de apreciarnos, valorando lo que somos y dialogando con la modernidad.  

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