Digamos, en principio y en resumen, que el gran arte es la honesta expresión de sentimientos auténticos. Alguna vez he relatado que durante mi permanencia en Londres hice amistad con el entonces crítico de arte del respetado periódico The Guardian. Ganó él mi profunda admiración la noche que el maravilloso y justamente endiosado pianista Claudio Arrau tocó en el Royal Albert Hall, uno tras otro, tres Conciertos de Beethoven (Tercero, Cuarto y Quinto) acompañado por la Philharmonia Orchestra con Sir Malcolm Sargent a la batuta.
Sorprendentemente, Arrau tocó bastante mal, como si no entendiese o dominase las obras. El crítico de The Guardian reunió a sus colegas asistentes y les dijo que Arrau era un artista que había que respetar, dueño de una extensa carrera de presentaciones geniales y que esa noche fatal no podía ser reseñada.
Los demás críticos, que también dictaban sus comentarios por teléfono, los cuales eran impresos pocas horas después, estuvieron de acuerdo. El gran pianista merecía que no se le tomara en cuenta una mala presentación dentro de una larga carrera de interpretaciones gloriosas.
Esa noche no existió. La prensa no publicó comentario alguno. Yo desarrollé una profunda admiración por la honestidad y sentido de justicia de este crítico escocés que no quería saber del Scotch porque, según me contaba, cuando lo atacaban fuertes gripes en su niñez la medicina consistía en un fuerte trago de whisky caliente con un chorrito de leche.
Nos conocimos durante una exposición retrospectiva de Joan Miró que abarcaba prácticamente toda la Tate Gallery.
¿Qué podíamos notar en aquella retrospectiva? La función del alma del artista, presente o ausente, vibrando de inspiración y sentimientos o a impulsos de intereses.
He vivido experiencias interesantes. Tampoco todo Dalí o Picasso es siempre verdad aunque sean realmente suyas las obras. El arte moderno tiene un espacio abierto para la mentira, para la tomadura de pelo, para jugar con lo incomprensible que muy a menudo nos golpea y que merece una expresión artística que lo testimonie con valentía y honradez. No para aprovecharse de la ignorancia y presunción de los nuevos multimillonarios, patrocinadores de falsos valores, sustentadores del facilismo creativo que se viste de extravagante o incomprensible. No. Lo contrario, para dejar documentos de tiempos y realidades humanas. El poderoso racismo expresado en la música de Richard Wagner habla de verdades vibrantes. El óleo El grito de Edvard Munch, testimonia un tiempo de horror, la literatura de la picaresca española, está llena de sentimientos veraces; los sentimientos norteamericanos durante años depresivos encontraron eco en Jean Sibelius, de quien la Sinfónica de Boston, con Koussevitzky, presentó todas las Sinfonías de Sibelius en la temporada 1932-1933.
Ya pensaba y escribía Denis Diderot, figura dominante entre los enciclopedistas franceses (1713-1784), que en el momento en que el artista piensa en el dinero, pierde el sentimiento de lo bello (Pensées détachées). Yo agrego que también pierde el sentido de lo auténtico, lo cierto, lo válido, lo que corresponde señalar de cada época.
Bien puede resultar y a menudo sucede- que el testimonio artístico resulte extraño, incomprensible, indescifrable.
Pero lo importante es que sea verdadero.
Es que sin verdad emocional no hay arte.