El premio Nobel de literatura Mario Vargas Llosa escribió un artículo enjundioso sobre la justicia peruana, cuyo lastre como institución no era nada halagüeño. La justicia peruana era un estercolero, un muladar, ni más ni menos como la justicia dominicana. Y si algo positivo llevó a ése país el caso ODEBRECHT, fue el hecho de que de sus cenizas surgió una justicia envalentonada que retó a todo el bestiario político. El artículo de Mario Vargas Llosa se titula “Jueces y presidentes”, justamente por el hecho de que los últimos cuatro presidentes de ese país están siendo investigados por malos manejos de los fondos públicos, robos y sobornos. Ollanta Humala, Alejandro Toledo, Alan García y Pedro Pablo Kuczynsky pasaron del solio presidencial a presos y perseguidos, solicitados en extradición, investigados y cercados por unos jueces que nunca contaron con la simpatía ciudadana, ni el poder para desmontar la alcurnia de esos liderazgos. Si sumamos a Alberto Fujimori, a disposición de la justicia, internado en una clínica; o a su hija Keiko Fujimori, bajo investigación y en presidio; se podría decir que todo el bestiario político peruano está bajo cuestionamiento de esa justicia pordiosera que nadie se imaginó en capacidad de hacerlo.
Vargas Llosa había ido a su país en una visita relámpago, y alborozado por lo que observó escribió: “Vuelvo animado y optimista, con la sensación de que, por primera vez en nuestra historia republicana, hay una campaña eficaz y valiente de jueces y fiscales para sancionar de veras a los mandatarios y funcionarios deshonestos, que aprovecharon sus cargos para delinquir y enriquecerse”. Y al final de su artículo concluye con una admonición iluminadora: “Los jueces y fiscales peruanos que se han atrevido a atacar la corrupción en la persona de los últimos cuatro jefes de Estado cuentan con un apoyo de la opinión pública que no ha tenido jamás el Poder Judicial en nuestra historia. Ellos están tratando de convertir a la realidad peruana en algo semejante a lo que mucho tiempo el Uruguay representó en América Latina: una democracia de verdad y sin ladrones”.
Contrario al efluvio de efusividad que Vargas Llosa destila, ¿por qué la sociedad dominicana parece entrampada, colocada sobre sí misma, situada ante el peligro de perder el débil espacio democrático que ha alcanzado? No hay aliciente, la decepción ha hecho regresar a algunos al escepticismo cerrado, y cualquier vestigio de idealidad es objeto de burla. La justicia dominicana está secuestrada, se regodea en sí misma impartiendo justicia simulada. Un procurador cínico y teatrero, que no investiga nada, cuya función esencial es encubrir a los políticos corruptos, deja a la justicia desnuda con todas sus vergüenzas al aire. La justicia dominicana es una aspiración, una herencia metafórica. La palabra justicia revela la ilusión de una solidaridad verdadera, fundada en lo social; y en cambio, quienes nos gobiernan lo que nos ofrecen es una justicia simulada. Y la mejor demostración es el caso por el cual Mario Vargas Llosa encomia a los jueces peruanos: el caso ODEBRECHT. ¿Qué ha ocurrido en la República Dominicana? Que la vinculación directa del gobierno de Danilo Medina con el caso ODEBRECHT ha convertido el expediente en fuegos artificiales, en volutas de humo, en justicia simulada. Un Jean Alain designado para que toda la corrupción gubernamental quede impune. Un presidente que obstruye la acción de la justicia.
Lo que Mario Vargas Llosa describe en su artículo es lo que nos falta a nosotros: Un rito de purificación y saneamiento. Un súbito brote de dignidad y decencia que haga de los jueces y fiscales la efigie clarificada, magnificada, orgullosamente trasladada al estado de tipo de la idea de la justicia que debe primar en la sociedad. No esa justicia canalla que enmascara la siniestra obstinación del absurdo de sentarse en el trono del malvado y ser su máscara, su utensilio, su bastón. Para Platón la justicia era una convención del alma y no de la virtud humana, por eso, según él, “vivir en la polis requiere de un ideal ético de la justicia”. Por lo tanto, “la peor injusticia es la justicia simulada”. Como la de Danilo, como la de Jean Alain.