Sobre la originalidad y otras minucias

Sobre la originalidad y otras minucias

POR LEÓN DAVID
Nunca ha dejado de producirme asombro la fiebre de originalidad que suele consumir a quienes –casta infortunada– han hecho de la escritura su principal ocupación. Porque si de apariencias no me pago, daré por buena la conjetura de que las ideas verdaderamente originales de las que puede cualquier autor envanecerse en una prolongada y fecunda vida de lidia intelectual tan escasas son que motivos le sobran para sentirse dichoso si con ellas es capaz de llenar media cuartilla.

Por lo que toca al que estos renglones garrapatea, permítaseme incluirlo, hasta prueba en contrario, en el escaso número de a quienes tiene sin cuidado la originalidad. Mientras con sólidas razones no se me desmienta seguiré sosteniendo la opinión de que los pensamientos son como el oxígeno, generoso regalo que aprovechamos todos cosa de poder respirar. No es otra la causa de que una de mis preferidas distracciones consista en entrar a saco con furia de pirata en los textos cuya lectura me deleita. Cuando alguien antes que yo tomó la enojosa iniciativa de poner en letra de imprenta una frase que me gusta, sin vacilación ni bochorno me apropio de ella. Nadie es dueño de las ideas, y si el pensador cometió la impudencia de hacer públicas sus concepciones, ¿quién me impedirá que las apadrine cuantas veces el capricho de la divagación me haga topar con ellas?…

¿Plagio? De ninguna manera. Los pensamientos no se plagian, tan solo se usan. El plagiario es un embustero sin personalidad, un maleante de baja estofa: entra en cercado ajeno para robarse las gallinas, pero no se las come, no se alimenta con ellas, las suelta más adelante ya que su único interés consiste en pregonar la especie de que siempre ha sido el amo y señor del gallinero. ¡Obtusa vanidad! Como si el enunciado perteneciera al cerebro que primero lo concibe y no a la pluma que con más cautivante forma lo ha sabido expresar.

En materia de libros, asunto que a pocos atrae en los tiempos que corren, me compra lo que me cala hondo, lo que sacude la pusilanimidad del intelecto, aguijonea la sensibilidad y pone en efervescencia la fantasía. El escrito cuya lectura desencadene semejante resultado terminará mezclándose con mi flujo sanguíneo, será succionado por mi mente como el agua que la esponja absorbe cuando está seca. La página de la que extraigo regocijo leo, que sólo lo que me complace me aprovecha. Busco en un autor, lo confieso, no la necia comprobación de que sus creencias son iguales a las mías o que comparte mis prejuicios, sino la aptitud para hechizar, para contagiar con una manera de percibir las cosas muy suya, por entero idiosincrásica, la cual, a despecho de que me castigue su cálamo con reflexiones con las que jamás me dejaría convencer, me convide al diálogo amistoso.

Ignoro por qué el grueso de los escritores se esfuerzan por lucir originales. Harto más modestas son mis pretensiones. He advertido, no sin perplejidad, que casi todo lo que he concebido, alguien lo ha expresado antes que yo. No han sido pocas las veces que frente al libro abierto me ha colmado de estupefacción un párrafo que aunque no lo gestara mi numen hubiera tenido que llevar mi firma. No se me puede culpar de haber escrito después de otras damas y caballeros que tuvieron la indelicadeza no sólo de nacer antes que yo, sino de hacer públicas ingeniosas consideraciones de las que yo hubiera debido ser el feliz progenitor. Sea lo que fuere, y así me endilguen el rótulo de misoneísta, no desperdiciaré los contados momentos de lucidez que las Musas conceden intentando apoderarme del esquivo insecto de la novedad. Lo nuevo no es necesariamente lo importante aun cuando hoy por hoy nada diera la impresión de merecer mayores mimos y reverencias…; si voy a viajar en avión, de fijo que optaré por uno de construcción reciente y no por el modelo anticuado que en punto a seguridad no ofrece razonables garantías. Pero en lo que al piloto concierne, prefiero que no sea un joven inexperto y sí una persona madura que tenga en su haber muchos años de exitoso vuelo. De parejo modo, cuando leo a un autor ni me va ni me viene que esté de moda o que pertenezca a las más recientes promociones literarias; de lo que curo es de que no me aburra, de que despierte mi curiosidad, que logre concitar mi entusiasmo; si escribió hace veinte centurias o apenas esta mañana, frescas de tinta, trajo el periódico sus cavilaciones no es cuestión que me inquiete en lo absoluto…, Sófocles y Platón, Plutarco y Séneca, Shakespeare y Cervantes son mis contemporáneos. Entre ellos y yo sólo hay familiaridad y cercanía. La gran literatura posee la virtud del caldo noble, que cuanto más añeja adquiere más bouquet. Una página de prosa robusta, sin que venga a cuento quien la haya redactado ni en qué época viviera su autor, me impacta no porque las ideasque proponga nunca antes las hubiere escuchado, sino porque pese a valerse acaso de conceptos manidos, supo infundir el creador a su palabra el tremor misterioso de la vivencia intransferible.

Siempre será original el alma sensitiva y alerta aunque ni un solo pensamiento haya alumbrado que no fuese previamente parido por pluma ajena. Porque la originalidad –de existir algo a lo que quepa conferir ese nombre- reside no tanto en lo que se dice como en una manera de decir.

Me importa un comino que me tengan por original o que me acusen de plagiario. Lo único que en verdad me aterraría es que mi antojadiza péndola, en lugar de capturar la atención del lector conquistase el triste lauro de sus bostezos y la deslucida corona de su ceño fruncido. Que mi voz sea una cuerda formada con las hebras (difuminadas unas, perfectamente reconocibles otras) de multitudinarias voces distintas a la mía no es aserto que me estigmatice ni veredicto que pueda obligarme cantar la palinodia. Porque es incuestionable que yo no invento nada, que no fabriqué en taller particular y secreto mis doctrinas, desiderata, antipatías, axiomas y dilemas. Todos los pensamientos que alguna vez asoleara y los que me falta por airear los fui recogiendo en los volúmenes que leía o los coseché de labios de ciertas personas cultas e inteligentes cuya amistad me honra. Para eso sirven los impresos y los doctos amigos: ellos me obsequian las semillas de sus ideas; yo las siembro en la tierra abonada de mi espíritu, las riego con el agua de mi propia experiencia y me siento a esperar que la planta crezca y me conceda su apetecible fruto.

Con lo expuesto, amable lector, creo haber agotado por hoy mi irredimible cuota de extravagancias.

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