Sociología y psicología social de
la lluvia y del desastre

Sociología y psicología social de<BR>la lluvia y del desastre

RAFAEL ACEVEDO
Desastre es sinónimo de catástrofe, de desgracia, equivalente a un daño o un mal descomunal. Cuando afecta a una comunidad, el desastre es también una ruptura del orden establecido, sea de manera parcial o total.

Durante un ciclón o tormenta de cierta magnitud, la lluvia produce interrupciones o alteraciones de actividades y comunicaciones: se produce lo que en Sociología se denomina «situaciones inestructuradas», situaciones para las cuales no existen prescripciones conductuales precisas, hay carencia de normas o anomia relativa, esto es, que aún siguiendo vigentes las normas generales de la sociedad, no hay reglas específicas para actuar frente a determinadas circunstancias. Pero es posible que un desastre natural sea tan grave y tan general, que todo el sistema de autoridad y de ordenamiento público quede trastornado y por igual el orden y las estructuras sociales.

Pero una situación puede ser inestructurada para unos grupos y sectores y no serlo en absoluto para otros: por ejemplo, los cuerpos de salvamento y emergencia, ciertos funcionarios, militares y policías (además de especuladores, demagogos y rateros profesionales), se espera que sepan bien cómo actuar frente a una gama de situaciones de su competencia.

La lluvia, por lo general, influye significativamente sobre la conducta. A menudo hasta las personas más formales y encasilladas se vuelven más informales y espontáneas, y los menos hábiles suelen hacerse más creativos: la quiebra del orden normal obliga a improvisar conductas. Hay personas muy planchadas que solo se sonríen con otros en la calle cuando les cae un chubasco encima. Pero tratándose de hechos colectivos dramáticos, el fenómeno más significativo es el del dolor humano y el de la respuesta solidaria interna y externa de los grupos y comunidades. Los grupos organizados o por lo menos estructurados, es decir, que tengan líder y papeles diferenciados, como la familia, la comunidad pequeña pero con algún liderazgo, suelen tener respuestas más organizadas y menos difusas o anómicas que los que carecen de esos elementos. Así pueden defenderse mejor de la desgracia y aún ayudar a otros en situaciones desventajosas o calamitosas.

Pero la situación de desgracia colectiva tiende a movilizar los instintos y los valores más recónditos de solidaridad y bien común. Aun los más endurecidos se conmueven con el mal ajeno y desde lo más profundo de sus almas sacan sentimientos de nobleza y longanimidad, apartando sus egoísmos, fluyendo así con vigor el sentido fundamental del «nosotros», que equivale al instinto colectivo de supervivencia. En otras palabras, las catástrofes son capaces de sacar lo mejor que tiene un pueblo, de romper con formaciones recalcificadas de autocomplacencia y regustamiento del yo de que está compuesta la rutina diaria de la mayoría de los más pudientes.

Muchos visitantes suelen decir que los dominicanos somos bonachones y hospitalarios. Yo creo que esa virtud se ha perdido mucho y casi de ello viene quedando la mueca, la máscara de la simulación. Estamos ante una sociedad irreverente, despreocupada, desproporcionadamente festiva, con «alma de carnaval», como dijera un humorista tratando de hablar en serio. Una sociedad que se presenta ante el mundo como paraíso de ron, merengue y permisividad. Sobre todo por eso, deberíamos montarnos en este móvil de la solidaridad y no bajarnos jamás. Que estos convites y estos teleradiomaratones, y todas estas acciones programáticas o espontáneas de ayuda a los damnificados no paren nunca, que se conviertan en el Gran Movimiento Nacional Contra la Pobreza y la Desigualdad; que nos aboquemos a los problemas de fondo, y que la solidaridad vaya mucho más allá de la ayuda material y se transforme sin demora en soporte psicológico, emocional y espiritual para tantos que han perdido a sus seres queridos, para tantos niños asustados que necesitan ser convencidos de que jamás les faltará hogar y seres queridos, que vuelvan a confiar en que la lluvia es buena y no se los va a tragar, y que Dios verdaderamente existe y que si solamente mueren pobres en estas desgracias no es esa su voluntad; y de que el futuro también para ellos existe, en el seno de una patria dominicana que los ama y que no es sólo una figura literaria o demagógica.

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