Soledad Alvarez y el asombro de vivir

Soledad Alvarez y el asombro de  vivir

Hay libros que son uno y varios, como “Autobiografía en el agua” (Editora Amigo del Hogar, 2015), de Soledad Alvarez. Libros en los que las alternativas y las modulaciones actúan con delicadeza pero con ímpetu; libros cuyos matices conforman un solo tronco: un solo vuelo. Los poemas que integran “Autobiografía en el agua” despliegan acordes distintos, pero se integran en un único adagio: la conciencia, inherente a la condición humana, de estar solo, de perder, de morirse; pero también la conciencia de celebrar las cosas menudas y sencillas, esto es, la vida como encarnación de lo instantáneo y lo fugaz. Celebración que intenta rescatar, además, el ser y la vida, de la degradación de la historia y del tiempo.

Si en Alvarez hay una aguda sensibilidad para captar el discurrir temporal y su fugacidad, en ella también hay siempre la vocación de lo uno, el poder volver a la integración primordial del ser. Así, lo que hace del poema una fuerza creadora es que él revela, no una esencia, sino una relación; esa relación es creada sólo en la medida en que no tiene existencia sino en y por el poema mismo: no tiene existencia anterior, connotado luego por un lenguaje más o menos explicativo o sugerente; por el contrario ella es el lenguaje como campo de imantación de las palabras.

La poesía, para Soledad Alvarez, como para Octavio Paz, es la revelación de la inocencia que alienta en cada hombre y en cada mujer y que todos podemos recobrar apenas y el amor ilumina nuestros ojos y nos devuelve el asombro y la fertilidad. Su testimonio “es la revelación de una experiencia en la que participan todos los hombres, oculta por la rutina y la diaria amargura. Los poetas han sido los primeros que han revelado que la eternidad y lo absoluto no están más allá de nuestros sentidos sino en ellos mismos”. Esta eternidad y reconciliación con el mundo se producen en el tiempo y dentro del tiempo, en nuestra vida mortal, porque el amor y la poesía no nos ofrecen la inmortalidad ni la salvación. Nietzsche decía: “No la vida eterna, sino la eternidad vivacidad: eso es lo que importa”.

Las zonas de interés que despierta la poesía de Alvarez, urden un tramado de vidas múltiples, emparentadas con el amor y la historia. La posibilidad de esta unidad indisoluble entre ser y estar o existir aparece como utopía, no como una visión idílica; quiero decir, es una utopía en la medida en que es también una visión problemática no ejemplarizante ni perfeccionista. De manera incesante esta poesía se ve acosada por la pregunta: “¿Cómo calzar las cosas en las cosas? ¿Cómo igualar la vida en su memoria?” También la acosa la visión de una realidad que continuamente se hunde (“palmo a palmo”), pero porque ya no se conforma “con ser nada más que la realidad”.

Esta inconformidad de lo real parece remitirnos al desajuste entre mirada y realidad: esto es, el impulso de una y otra por “encarnar” entre sí. La mirada quiere ser también realidad, la realidad quiere ser también mirada.

En gran medida, esta poesía no es más que la búsqueda de ese modo en que la palabra se vuelve capaz de transgredir la escritura del texto que nos rige. Pero transgredir no significa aquí sino un restablecimiento de un orden perdido: buscarlo hacia adelante, pero en el “tiempo final de los orígenes”. Así, lo que intenta esa transgresión es hallar en el lenguaje la relación entre el nombre y lo nombrado. Esa simple relación traerá consigo una nueva fundación del mundo y, por tanto, la conquista verbal de la realidad.

Esta búsqueda tiene, además, en Alvarez, otras connotaciones: reintegración del hombre a lo Otro, al universo vital de lo perdido, lo que, a su vez, comporta el verdadero descubrimiento de la verdadera unidad.

Estos poemas tienen múltiples formas: la vecindad de lo expresable y lo inefable, la contigüidad del pasado y el presente, el barajeo entre la nostalgia y la exigencia, entre el deseo y la pérdida. Y en la fricción de esas contigüidades brotan chispas de brillantes y sombras huecas.

“Desde la leve lisura después de haber tocado fondo/deslizarse flotando entre los escombros. El día sus colmillos lo oscuro… La deriva de la noche trenza el sesgo… la trama”.

En efecto, Alvarez deambula otorgando atención a las cosas y creaturas inmediatas: la calle, la mesa, la máquina de coser, insignificantes escenarios donde el tiempo tedioso de esta poeta en asueto pone en escena su diminuto drama de gracia, de alegría, de miseria, deliquios laboriosamente fabricados. Oigamos, pues, su voz: “Dolor de amor/locura de mis entrañas. Uno frente al otro sintiéndose mirándose como los amantes las furias”.

Alvarez pertenece al clan de los poetas epifánicos y errantes, los que se distraen para atraerse a sí mismos. Quizá lo haga en ocasiones con empeño excesivo, prefigurando el don que tiene la mirada para, a fuerza de observarlos e interrogarlos, obligar a los objetos a rendir materia de poema. Como Alejandra Pizarnik, Soledad Alvarez aspira a ser poeta que padece una vida que es de todos y de nadie y a ser una mirona proactiva de sus propias emociones y sobresaltos.

La autora de “Autobiografía en el agua”, escribe como una veladora atrapada en una perpetua duermevela; mira desde el bostezo y lo mirado es delirio; la mirada sedienta en palabras; las palabras son girones del tiempo, risa o misterio, súbitas revelaciones, felices y absurdas; conductos hacia la infancia perdida y su temporalidad casi sólida.
“Encantamiento de los sentidos ¿embriaguez iniciática del amor? Incertidumbres del exacto corazón que se niega a salir a la intemperie. ¿Parajes de otro? ¿quimera de nada?”

Lo mejor de la poesía de Alvarez, posiblemente, radique en una singular manera de percibir; un percibir lancinante dentro de un asombro, impredecible y vital. No es poco decir, pues esa extraña facultad suele sellarle marca de agua a los estilos de nítido contorno, que no abundan. Una máquina de coser es un “andamio de luz”, la arena es “cadáver de rocas”, nadar en el mar es ser “semilla en medio de la vida”, la realidad aún tiene secretos, como en este poema, “A modo autobiográfico”, pues según esta autora, “no pudo la mano que detiene los relojes detener la historia en su marea como no puede detenerse el mar; era el cambio de piel del mundo /eran nuevas las palabras y otro el viento que cambió mi destino”.

Desde luego, la mejor Soledad Alvarez es la que fabrica de ausencias, un universo familiar, lleno de recuerdos y vacíos, (de la infancia, del amor, de eros), a los que se accede por contigüidad, por arte del asombro y del delirio. No el hombre, sus huellas en la almohada; no la infancia, su cambio de piel nunca cicatrizado; no la música del amor, la huella que deja su piel en un mosaico roto.

Esta rara manera de percibir, privilegio de poetas y videntes, rodea a Soledad Alvarez de revelaciones. Una especie de asombro, que parece brincar al menor chasquido de dedos del poema: de la vida del asombro a la vida del poema. Del poema logrado a la “angustia lograda”.

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