¿Sólo cigarros?

¿Sólo cigarros?

PEDRO GIL ITURBIDES
El Presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, George  W. Bush, vetó la ley federal que habría impuesto gravámenes a cigarros importados. ¡Ahora es cuando debemos preocuparnos por esta solanácea! Ella está condenada a ser echada al olvido, pues se le atribuyen efectos cancerígenos. Y además, el veto a la ley agitará el ánimo de grupos de presión que buscaron ampliar el seguro de salud por vía del tributo a los cigarros importados. La industria del tabaco del país y de las naciones hermanas del centro del continente, por tanto, tiene un respiro. Pero no se ha salvado.

Desde más de medio siglo atrás, sectores vinculados a los programas de higiene y salud pública en Estados Unidos de Norteamérica y Europa mantienen una campaña contra el tabaco. Los progresos logrados, como la restricción a su fuma en público, son muchos. Desde hace más de un decenio existen espacios para los fumadores en buques, trenes y aviones. Los restoranes de prestigio mantienen comedores reservados a fumadores, y no se permite que se fume en los espacios excluidos de esta medida. En gran parte de las naciones se exige que los fabricantes de cigarrillos, y aún de cigarros, incluyan una frase precautoria contra el hábito de fumar.

La venganza del aborigen antillano contra sus conquistadores, por consiguiente, parece estar llegando a su fin. Nos hemos preguntado siempre si el tabaco sirve únicamente para ser fumado. Los aborígenes de las Antillas, de donde es nativa la planta, la fumaban. Y sedujeron a los españoles hasta volverlos viciosos.

¡Porque hay que contemplar a los españoles pegados de un cigarrillo, sobre todo de tabaco puro o negro! ¡Sólo los franceses se encuentran a la zaga! Mi padre no fumaba, pero nos confesaba, al hacer memoria de su vida, que fumó en su juventud. Mallorca era paso del tabaco contrabandeado desde el norte de África hacia la tierra firme. Además, los mallorquines sentían afecto por don Juan March, vinculado a esa tierra por lazo matrimonial, aventurero enriquecido, y esto los vinculaba al tabaco.

Pero cuando mi padre fue traído a la República Dominicana, paradógicamente, se despidió del tabaco. Salían él y mi padrino, Alfonso Vargas de una función en el desaparecido teatro Colón de La Romana, cuando sacó su cajetilla de cigarrillos negros. Era la primera cajetilla de cigarrillos criollos que se proponía fumar, pues había acabado los que trajese de España. Al abrir la cajetilla, contaba, sintió repulsión.

Regaló la cajetilla, y desde entonces no hizo sino venderlos. Pero jamás volvió a consumirlos. Mantuvo, sin embargo, la marca indeleble del nativo de Bohío, Babeque, Quisqueya o Haití.

Cuando cerca de la edad nonagenaria rindió su vida al Creador, un médico lo examinaba. ¿Fumaba mucho su padre? preguntó a mi hermano Antonio. «No, no fumaba», respondió éste. Cerca nos hallábamos, y añadimos a la respuesta de nuestro hermano, que fumó hasta los veintidós años. «Tres o cuatro años», dijimos. Y el médico comentó que conservaba en sus pulmones vestigios del antiguo hábito. La marca del aborigen.

Desde aquél incidente, aparentemente insignificante, nos hemos preguntado si el tabaco únicamente sirve para hacer cigarros, cigarrillos y andullos con él. No lo creemos, puesto que Dios no puso nada de balde sobre la Tierra. Y pienso que los fabricantes de cigarrillos y cigarros debían aunar esfuerzos con el Gobierno Dominicano para patrocinar una investigación que determine si esta hoja, o su tallo, o sus raíces, sirven a otra función que no sea la de fumar las hojas. Después de todo, cerca de medio millón de dominicanos vive de la preparación de los semilleros, de la siembra y cultivo, del secado y fermentación, y de la confección de sus derivados.

Y varias de las familias de abolengo del Cibao hicieron fortuna comprando y exportando tabaco. De manera que no abandonemos la búsqueda a una explicación de la presencia endémica de este vegetal sobre el suelo de las Antillas. Después de todo, Dios no hace porquerías. Aunque nos haya hecho a nosotros.

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