Solo Dios podrá salvarnos

Solo Dios podrá salvarnos

Martin Heidegger (1889-1976) es el filósofo más importante y original del siglo XX. Desde que publicó su muy conocida obra “Ser y tiempo” (1927), su influencia en la filosofía ha sido creciente. Ello así a pesar del incuestionable nazismo de Heidegger, pues: (i) se vinculó al régimen de Hitler al inscribirse en el partido nazi y asumir el abiertamente politizado rectorado de la Universidad de Friburgo y la política de exclusión de los judíos de los puestos administrativos y docentes; (ii) tras la Segunda Guerra Mundial, se mantuvo en completo silencio respecto al Holocausto; (iii) fue, aparte de nazi activo y comprometido, como demostró tempranamente Víctor Farías, también un antisemita que asentó descaradamente sus prejuicios en sus autobiográficos “Cuadernos negros”; y (iv) en palabras de Enmanuel Faye, Heidegger no fue un simple pensador nazi sino, lo que es peor, fue el principal responsable de haber introducido el nazismo en la filosofía, al extremo de prestar apoyo intelectual a la –para Heidegger- “metafísicamente necesaria” higiene racial. Es obvio entonces que el nazismo de Heidegger no fue un desliz, sino que el pensador nunca dejó de estar dispuesto a ver la “grandeza y verdad interna” del aterrador movimiento nazi.
Pero… a pesar de lo anterior ¿es posible extraer del peligrosamente totalitario pensamiento de Heidegger ideas que nos permitan entender el mundo en que vivimos y la realidad que enfrentamos? ¿Habrá alguna manera de que, cual si fuésemos cocineros expertos en preparar el sabroso pero venenoso pez globo, podamos recuperar para el pensamiento humanista a Heidegger, sin sucumbir en el intento? Responder esta pregunta obliga a referirnos a lo que Heidegger considera la única salida posible frente al desastre causado por una sociedad occidental basada en la técnica: “La filosofía no podrá provocar directamente un cambio del estado presente del mundo. Y esto no es válido solo para la filosofía sino también para toda actividad de pensamiento humano. Solo un Dios puede aún salvarnos. La única posibilidad que nos queda, en el pensamiento y en la poesía, es preparar nuestra disponibilidad para la manifestación de ese Dios o para la ausencia de Dios en tiempo de ocaso; dado que nosotros, ante el Dios ausente, vamos a desaparecer”.
Acudir a Dios como “salvador de última instancia” es fruto del convencimiento de “la obsolescencia del hombre” (Günther Anders) ante los crecientes “riesgos existenciales” que enfrenta la Humanidad: el riesgo Auschwitz, es decir, la capacidad del ser humano de producir, masiva e industrialmente, en los campos de exterminio nazi, millones de cadáveres; el riesgo Hiroshima o la capacidad de que la humanidad se extermine a sí misma; el riesgo Dolly o la posibilidad, a través de la ingeniería genética, de alterar la composición genética de los seres humanos, clonarlos en masa y crear especies de infrahumanos sometidos a superhombres; el riesgo Terminator o el mundo donde se producen “robots asesinos” y las computadoras toman consciencia, decidiendo provocar el exterminio de la humanidad mediante esos robots; el riesgo Matusalén, con humanos inmortales como propugna el transhumanismo, o capaces de vivir en condiciones de buena salud más allá de los 120 años; y, finalmente, el riesgo Apocalipsis, surgido en la era del Antropoceno que vivimos, donde la actividad humana sobre la Tierra destruye la biosfera -como demuestra la pérdida alarmante de la biodiversidad global a una velocidad comparable al cataclismo que borró a los dinosaurios de la faz de la Tierra-, la atmósfera –que está siendo totalmente alterada por las emisiones antropogénicas-, la litosfera -que está siendo reestructurada por la minería, la hidrosfera -impactada por la acidificación de los océanos-, todo lo que lleva a una extinción en masa, a una aniquilación biológica global y a la total destrucción del planeta, por lo menos tal como lo conocemos.
Es obvio que los humanos necesitamos una “ética mundial” (Hans Kung) y una “Ética planetaria desde el Gran Sur” (Leonardo Boff), que fomenten el diálogo interreligioso y entre creyentes y no creyentes, el retorno a lo sagrado femenino, y la ética del cuidado y la solidaridad con los más pobres y vulnerables; y un desarrollo de la empatía (Jeremy Rifkin), para reconocer que seres humanos y animales, compartimos el ser seres vivos y el ser seres sintientes y, posiblemente, pensantes. “Dios ha muerto” (Hegel, Dostoievski Nietzsche) en el momento mismo en que, siendo creados a “imagen y semejanza de Dios”, pensamos que no somos simple manifestación del esplendor divino, sino que nos comportamos como dioses, pero, naturalmente, sin el amor, la sabiduría y la responsabilidad del creador. Por eso, para muchos de nosotros -creyentes, cristianos, católicos-, lo que está en juego no es que solo “un” Dios podrá salvarnos, sino de algo más trascendente: en verdad, solo Dios podrá salvarnos. De ahí que, desde nuestra cosmovisión cristiana y desde nuestra fe –que no es más que “la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve” (Hebreos 11:1-17), ha llegado el tiempo de que, a emulación de Jesús Dios -que, en un proceso de “humanización de Dios”, “se despojó de su rango y se hizo como uno de tantos” (José M. Castillo)- busquemos nuestra propia humanidad en los demás, asumiendo, además, frente a la Tierra y los seres vivos que la habitan y habitarán un “principio de responsabilidad” (Hans Jonas) que humanice la ciencia, respete la Tierra y tome en cuenta a los seres presentes y futuros, armados del “principio esperanza” (Ernst Bloch), para intentar así hacer real la utopía concreta y posible de un mundo sostenible, libre, justo y democrático, conscientes eso sí de que “ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres; pero el mayor de ellos es el amor” (Corintios 13:13).

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