Solo para matar el tiempo

Solo para matar el tiempo

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Señor Ubrique, perdone usted que le interrumpa; ahí esta otra vez el señor Dihigo, la misma persona que ya recibió ayer, el de la comisión de Bayamo; quiere hablarle. ¿Lo hago pasar a su cubículo? – Sí; está bien, dile que pase. – Buenos días doctor; gracias por recibirme de nuevo. Ayer no pude entrar en pormenores, pues solo estaba interesado en que me procurara cuando visite la vieja provincia de Oriente. Después, en el hotel donde me hospedo en La Habana, pensé que debía contarle una experiencia personal que tal vez le ayude en su trabajo. Hace cuatro años fui a Santiago a gestionar la expedición de una copia del acta de nacimiento de mi esposa.

Es un procedimiento engorroso; ya sabe usted, los burócratas son muy puntillosos y exigentes. El caso es que tenía que esperar algunas horas hasta que localizaran el legajo correspondiente al año del nacimiento de mi mujer. Me senté en el Parque Céspedes a matar el tiempo. Estaba a la sombra de un árbol frondoso, en un banco de hierro forjado muy cómodo, con la curvatura de la espalda como si fuese un asiento ortopédico. Entró al parque poco después un hombre de alta estatura que se detuvo delante de mi. – ¿Es usted el hijo de Eladio Dihigo, de Bayamo? – Claro, respondí, me llamo Eladio Dihigo, igual que mi padre. – Soy Menocal, sobrino de un gran amigo de su padre: Eleuterio Menocal. – Oh, si; he oído hablar de Menocal en mi casa; tanto a mi padre como a mi madre. – ¿Qué hace usted aquí? – Espero la expedición de un documento personal. – No se quede ahí, sentado en un parque público. Venga conmigo; tendré mucho gusto en atender a un hijo de Dihigo. Mi familia aprecia mucho a la suya. Lo reconocí porque mi tío me dijo un día, en Bayamo, “ese es el hijo de Eladio”. Pero no me acerqué a usted.

Me pareció cordial y simpático el señor Menocal, me levanté del banco y le acompañé. En los pueblos pequeños suele ocurrir esto porque las personas tienen referencias unas de otras, aunque no hayan sido presentadas. – Voy a Cuabitas, en las afueras de Santiago, me dijo. ¿Puede usted venir conmigo? Volverá al lugar antes de que cierren la oficialía civil. Lo cierto es que subí a un destartalado automóvil cupé propiedad de un hombre que acababa de conocer. Al sentarme junto a Menocal sentí alguna aprensión. A medida que hablaba sobre la carretera, las distancias entre lugares, se fue borrando de mi mente la inquietud y la desconfianza.

Tan pronto llegamos a Cuabitas, Menocal rompió a darme explicaciones: esa loma que ves ahí es Boniato. Allí está la cárcel; más allá hay muchas casas de recreo, rodeadas de pinos y plantas aromáticas. En esta casa abandonada vivía la francesa de Santo Domingo, una mujer muy bella que emigró cuando cayó el machadato. -¿Quién era la francesa de Santo Domingo? – Deje que le brinde el café; después le contaré esa historia disparatada y confusa. Menocal me hizo entrar a una casa pequeña, una especie de bungalow, con ventanas provistas de tela metálica para protegerse de los mosquitos. – ¡Susana! voceó Menocal, pon el café y trae galletas a la terraza. Susana apareció al poco tiempo con lo que le habían pedido en una bandeja. Era una vieja de ojos nublados, con un delantal mojado que le cubría parcialmente la enorme barriga.

– Aquí hablan mil cosas de está mujer francesa. Tiene parientes en Santo Domingo, según creo. Ella se ocultó en una loma de la Sierra Maestra en el año 1933. Estaba casada con un jefe de policía; otros dicen que con el hijo del jefe de la policía. No tengo ese asunto claro. Ascanio se llamaba el marido. Al caer el gobierno lo llevaron preso a Isla de Pinos. La francesa se refugió en las lomas, en una choza que ya desapareció; al año bajó de las lomas y construyó, con ayuda de la familia del marido, la casa abandonada que le mostré. El esposo de la francesa fue liberado porque no lograron formularle cargos precisos. Era una joven que había pasado la mayor parte de su vida en París, donde conoció a doña Marguerite. Los padres y tíos de Ascanio huyeron a Alemania y después pidieron asilo en la República Dominicana. Por los menos, eso es lo que se dice en Santiago. Los hijos de Marguerite nacieron: uno en Francia, otro en Cuba, otro en Santo Domingo. Todos se metieron en política. El abuelo era político y policía; el padre, político y diplomático; los hijos, políticos y publicistas revolucionarios. Hace cosa de dos años vino a Santiago un periodista dominicano con el propósito de oír estas historias en el lugar donde empezaron a propalarse.

– Me dijo ese periodista que él conoció a Marguerite en días muy lluviosos, en Santo Domingo. El agua entraba a la oficina donde él trabajaba. El piso mojado se mantenía resbaloso; cualquiera podía caer al suelo y fracturarse un hueso; escampaba y volvía a llover, una y otra vez. Decidió entonces secar el piso con un escurridor y un trapo grande. Movía el palo, mirando los dibujos de las baldosas, cuando topó con unas hermosas piernas de mujer. Era Marguerite, ya madura, todavía atractiva, según contó aquí. Ella narró a ese periodista la historia de su vida zarandeada. Le entregó documentos acerca de su visita a Rusia en 1917. Ella se trasladó por tren, en esas fechas, de Alemania a Moscú; luego volvió a Francia durante la guerra civil que siguió a la Revolución bolchevique. Fue en París donde ella conoció al cubano Ascanio Ortiz, con quien contrajo matrimonio más tarde. El hijo francés de Marguerite desapareció durante la ocupación militar de Santo Domingo por tropas norteamericanas, en 1965. Parece que los militares sudamericanos que gobernaban entonces lo secuestraron y le llevaron a Tierra del Fuego. Marguerite dejó escrito una suerte de “testamento biográfico”. Confiaba en ese periodista. – Señor Ubrique, fui a Cuabitas a matar el tiempo; pero tal vez este relato sirva para sus investigaciones. Quizás a usted le sea posible dar con el paradero del periodista con el auxilio de la Unidad Científica en donde nos encontramos en este momento. Por eso no he vacilado en volver a ocupar su tiempo.

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