Son infractores

Son infractores

En aquellos estrados desvencijados la brillantez era notoria. Entre osadía y sagacidad, los licenciados hacían un despliegue cotidiano de sapiencia y argucia. Era el momento de ese poder judicial que pretendía desperezarse de la tiranía pero que el balaguerato marcaba con fallos anticipados y el trajinar de fiscales cómplices y desvergonzados.

Era la paradoja del autoritarismo y del mercado persa, del expediente falso en contra de los disidentes, de políticos presos y presos políticos, de papeletas tiradas en los pasillos, de advertencias y papel carbón con trazos de consultoría jurídica y oficina de abogados. También el tiempo de aprendices, fascinados con la magia de la toga y la leyenda de los postulantes.

Muchachada arrobada por el alarde de citas, de jurisprudencia ad hoc, de referencias sin cotejo, de la oratoria forense irrepetible y convincente, aunque escondiera la marrulla y el torcimiento.

Esa generación fue de príncipes del estrado. Audiencias extenuantes, con público cautivo, el tinglado además, contaba con la experiencia y misterio de jueces y fiscales, la mayoría de la guardia vieja, conminados por la tiranía a ejercer en cualquier rincón de la isla. Carreras rutilantes se forjaron en juzgados y fiscalías remotas, con el acoso de soplones y caciques locales, con decisiones miserables para salvar el pellejo.

¿Cómo emularlos? ¿Cuántos tomos de Josserand, de Garraud, de Ferri, se necesitaban para poder acercarse a los cordones de las zapatillas de esa legión? No había fórmula aparente.

En una ocasión, una estudiante se atrevió a preguntarle a uno de esos personajes, maestro del incidente procesal, cómo conseguir la destreza, cuál era el secreto para ser tan bueno. Con garbo destemplado, sin la unción de otros colegas, pero consciente del éxito de sus argucias, el abogado, convencido de la admiración que provocaba, dijo: lo único que hago es leer el código. Aprenderme cada uno de sus artículos. Después intento que se aplique.

Esa receta, de aparente simpleza, está en desuso. La promulgación del Código Procesal Penal en el año 2002, obligó el aprendizaje del articulado, pero el Código Penal, ya modificado, aún vigente, descansa, hiberna. Como si la ola de reformas y la irrupción de juristas frívolos, más amantes de las candilejas que del argumento, anularan su aplicación.

Convencidos de que es mejor el cotilleo con jueces y fiscales, para ganar nombradía y satisfacer a sus mandantes, que demostrar los elementos constitutivos de la infracción.

Procede recordar las previsiones del código, ahora que la deshonra pretende mancillar y bastan frases al viento, saetas venenosas, para lograr adhesiones emocionales y atención. Ahora que la insolencia, protegida por una primacía legendaria, hija de la extorsión y la amenaza, se solaza divulgando dicterios. Ahora que la profusión de insultos luce más onanista que orgiástica. Ahora que muchos privilegian el recurso de amparo o el apoderamiento del tribunal constitucional, para resolver pendencias que una jurisdicción ordinaria puede dirimir, asignando la sanción correspondiente.

Ahora que se confunde el derecho a decir, con el derecho a infamar y menospreciar al jefe de Estado. Y los infractores se solazan, dispuestos a convertir una reacción a la agresión, en abuso o exceso de poder. Es ahora que amerita recordar que la difamación y la injuria están tipificadas como delito y una sentencia sería escarmiento para tanta palabrería vana y ofensiva.

Hoy es provocación cobarde, el acoso que signó la conducta de esos prominentes, que otrora contaban con respaldos tenebrosos para disponer de la honra y la libertad de adversarios y sacrificar la fortuna de incautos clientes. Es miedo a perder heredad ilícita, resguardada por testaferros agradecidos, cautivos y silentes. Retórica de gnomos opulentos, con un raído camuflaje ético, que solo engatusa a secuaces genuflexos.

Es el discurso barato del coraje que precisa de espalderos para demostrar hidalguía. La fanfarronería arrolladora y mendaz, necesita banquillo y sentencia. El recordatorio de su insignificancia, sin mayor aspaviento que el rigor de la ley. Son infractores. Solo hay que aplicar el código.

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