SONIA VARGAS
Soy una dama (en mayúscula) grita una señora muy ofendida, frente a la tarima del mitin de cierre de campana en Santiago de los Caballeros. “Voy a enseñarle a ese patán como se trata una dama”. Un señor, de seguridad, cumpliendo órdenes no la deja subir hasta donde ella quería: justo al lado del Presidente de la República.

Corriendo desde que salí de presenciar ese singular espectáculo de la “dama ofendida”, busqué en mis diccionarios las distintas definiciones de dama. Y éstas fueron las descripciones:

Mujer noble y distinguida.

En el ajedrez, la reina.

En el palacio y casas grandes es acompañante.

Actriz que desempeña el papel principal de una comedia. O cualquier otra actriz jerarquizada, según la importancia relativa a su interpretación.

En el juego de damas, pieza que por haber llegado a la primera línea del contrario, se corona con otra pieza y puede correr toda la línea.

Murete que cierra el crisol de un horno por delante. En algunos países, esposa del presidente.

Debo decir que no me encontré, como no se encontrarían la mayoría de las mujeres, en ninguna de estas definiciones, ni siquiera en la última, porque a las mujeres nos llaman dama de manera figurada solo en la poesía.

Las que nunca serán llamadas damas son aquellas lavanderas, obreras, campesinas, las dirigentes de los barrios, las luchadoras sociales; no son damas las grandes heroínas, como Juana Saltitopa, Mamá Tingo ¡A quien se le ocurría llamar dama a todas esas defensoras de los derechos de la mujer!

Jamás serán damas esas mujeres que alquilan el amor, como única manera que tienen para el sustento de sus hijos; no son damas esas ancianas que duermen en las calles; jamás serán damas esas mendigas que se les acabo el brillo que dan los anos mozos, y la sociedad no las toma en cuenta ni para darle un pedazo de pan, jamás serán damas esas que hacen una larga fila para cobrar una pensión de trescientos pesos.