Stephenie Meyer, del crepúsculo al amanecer

Stephenie Meyer, del crepúsculo al amanecer

Nada le decía a esta feligresa de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, es decir, mormona, casada y con tres hijos, de treinta y cinco años de edad, que el éxito le llegaría con la publicación de su libro Crepúsculo (Twilight) en octubre de 2005.

Todo ocurrió como por arte de magia o, como la autora reveló, fruto de un sueño que ella recuerda con exactitud: el 2 de junio de 2003, cuyo contenido se encuentra vertido en el capítulo 13 del citado libro, el primero de una saga de cuatro. Sea como sea, esta escritora norteamericana, graduada de Literatura Inglesa en la Universidad Brigham Young, en Provo, Utah, devino, de la noche a la mañana, en lo que podemos denominar un fenómeno editorial de proporciones millonarias.

La fuente –literaria, al menos- de su sonado éxito no es desconocida en lo absoluto, pues ya posee una muy larga data, tanto en las tradiciones narrativas de Occidente como en el trasfondo cultural del pasado chino, árabe, hindú y la Mesopotamia de 2300 años antes de Jesucristo. El mito del vampiro, mitad ficción, mitad realidad histórica, nos llegó en su versión más acabada y moderna de la pluma del irlandés Abraham (Bram) Stoker, quien publicó su clásica obra Drácula en 1897, y quien, curiosamente, también debe su inspiración a una pesadilla, a la par de Shelley o de Stevenson en el oficio de nutrir la actividad creadora de un poderoso impulso onírico.

Queremos reparar, fuera del avatar caprichoso que lleva a la cima del mundo editorial y comercial el producto en apariencia ingenuo de esta ama de casa de Connecticut, en el impacto enorme que ha tenido en los jóvenes de las más variadas latitudes, causando un efecto, diríase, predador, a años luz de la Inglaterra posfeudal del siglo XIX que le dio cabida en su imaginario al chupasangre de marras.

No obstante las circunstancias que se enumeran, aquí nada es casualidad. Al margen de la pericia con la que indudablemente desarrolla la historia, la autora conoce muy bien los ingredientes que emplea, los cuales pudieran estar reducidos en número al simple destinatario del relato: los jóvenes.

Su dardo va a dar justo en el paisaje indefinible del adolescente, en esa madeja de delirios y de fiebre entusiasta, no ya por el aparejo gótico del terror en sí como género de fabulación, con todo y su alcance sobre la imaginación humana, sino como la expresión descarnada de una complejísima realidad que se origina en el mismo seno familiar, donde las crisis de desarrollo plantan cara al determinismo del mundo adulto.

A pesar de su más que evidente carácter lucrativo y su escasa pretensión en términos de elaboración artística, hay que reconocer que el libro se revela, sin embargo, como un medidor importante del interés de cierto público lector, y nos demuestra, además, que es falso y oportunista aseverar el declive de la lectura en estos tiempos que corren.

Si algo nos prueban Stephenie Meyer con su saga de vampirismo romántico, Joanne «Jo» Rowling con Harry Potter y sus múltiples entregas, y toda una lista de escritores de mayor o menor envergadura, es, precisamente, lo fácil que es llegar al corazón de los lectores de mañana, aquellos que, como alguien ha dicho, se forman sólo al descubrir la lectura por «placer», y que leer, al cabo, no es ninguna hazaña imposible de lograr por encima de la avalancha tecnológica o de cualquier otra índole que padezcan nuestros hijos.

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