Santo Domingo, que es la casa de todos, ha visto reducirse a pasos agigantados su capacidad de resistir la lluvia y por doquier, lagunas de diversos tamaños cierran el paso a los automovilistas y peatones y crean riesgos a la salud y la vida humanas y a las condiciones de los vehículos. Los trastornos a la movilidad se traducen en perjuicio a la actividad productiva que necesita transporte continuo de mercancías y materias primas y puede causar trastornos operativos a empresas. Esta vulnerabilidad urbana es dramática en asentamientos de riberas y hondonadas que constituyen las villas de la miseria criolla; de la marginación social derivada de inversiones insuficientes para elevar la calidad de vida y condiciones habitacionales. La reversión de este mal en la superpoblada ciudad exigiría una inversión considerable y tendría que ser a mediano y largo plazos.
Santo Domingo va a seguir creciendo y expandiéndose como centro de desarrollo industrial y destino turístico. Es inaplazable que la ciudad comience a prepararse desde ahora, con el concurso del Estado y las municipalidades, para una multiplicación de la demanda de servicios públicos. De la construcción previsora de sistemas de drenajes y de manejo de aguas cloacales y pluviales dependerá mucho el que esta urbe brinde a tiempo mayor hospitalidad a propios y extraños. Los proyectos de modernización viales y de transporte no son suficientes para el desafío.
Ver destruirse las obras propias
La condición ruinosa del bulevar de la avenida 27 de Febrero, en el corazón de la ciudad, desconcierta e indigna al mismo tiempo. Se trata de una obra para lo ornamental y solaz y que como tal se recibió en la opinión pública y con la que esta misma administración del PLD comenzaba su carrera de realizaciones en 1996. Pocos esperaban que sólo unos cuantos años después el parque estaría olvidado y destruido. Como una inversión pública más que no le duele a los que tienen el poder, ni siquiera a los auto-suficientes y orgullosos señores que la emprendieron.
No se trata solo de quebrantar la ley de sentido común que obliga a preservar la continuidad del Estado aunque su administración cambie de manos. En este caso la agresión y desconsideración a un patrimonio público, y que por tanto costó millones de pesos a los contribuyentes, lleva el mismo e inconfundible sello político de su origen.