¡Suéeltenlaa! gritó el sicario

<p>¡Suéeltenlaa! gritó el sicario</p>

CARMEN IMBERT BRUGAL
En el año 1970 las autoridades nacionales y extranjeras presentían que Francisco Alberto Caamaño había abandonado la sede diplomática en Europa y estaba en La Habana. Una joven revolucionaria recibió la encomienda de regresar al país. Dejó un ostracismo rodeado de palomas parisinas, dispuestas a satisfacer el hambre urgente de la juventud.

Cuando descendía del avión fue arrestada por los oficiales de Migración. Sospechaban que ella conocía la ubicación del Coronel. Su bienvenida fue en un cubículo mugriento del Palacio de la Policía Nacional. Comenzó la tortura. La gota fría caía encima de su cabeza, mañana, tarde y noche. A través de la pared podía escuchar los improperios que una reconocida actriz dominicana vociferaba. Asesinos! Abusadores! Transcurrieron las semanas. No hablaba. Nada decía. Los verdugos optaron por buscar a Cyrano, famoso por sus tropelías y sadismo. La joven vio la figura del siniestro y bien parecido sujeto. No se amedrentó. ¿Me vas a torturar? Preguntó. El sicario titubeó. Ella continuó. ¿Por qué en lugar de torturarme no me amas? Fue demasiado. Vencido gritó, suéltenla! Las luces se encendieron, las ventanas dieron paso a la luz. Media hora después la muchacha abandonaba el lugar de su tormento y caminaba, lentamente, por las calles de Gazcue. Apostó de manera peligrosa y ganó. Por ahí anda. Teorizando. Riéndose de si y de los demás. Tiene archivos suficientes para redactar historias propias y ajenas. Conoce y apenas dice. Prefiere seguir viviendo.

La participación de las mujeres en los distintos procesos políticos ha sido relatada siempre desde el recato. La intuición avisa que así es mejor. Referir pasiones y argucias no es adecuado ni conveniente. Rosario Murillo fue osada en demasía cuando escribió “El país bajo mi piel”. Cuenta andares proscritos. Desacraliza comandantes, hazañas, heroísmos. El desenfado de la política y escritora nicaragüense todavía duele.

¿Quién podrá hacer algo similar aquí, sin sucumbir? Sin exponerse al descrédito propio y a la vergüenza de sus descendientes, a la burla, a las  devastadoras imputaciones morales. Prefieren el disfraz de amas de casa, de académicas tranquilas, de políticas con bajo perfil. Transan o se excluyen. Se esfuman. Repudian el irrespeto, la tergiversación chabacana. Callan. Si antes soportaron agresiones no están dispuestas a bregar con la injuria hoy.

Protagonistas de momentos cruciales de la historia reciente, eluden el testimonio, mencionan el padre, el compañero, el amigo, el entorno. Están ahí, algunas satisfechas, otras, con la frustración a cuestas, con la amargura convertida en sonrisa, con la sensación de que fue inútil la audacia. Convencidas que su validación depende del comedimiento y las buenas costumbres. La libertad ha sido su castigo, cuota para la maledicencia y la exclusión.

El Centro de Información Para la Acción Femenina -CIPAF- comenzó a rescatar biografías. Las semblanzas, cuya publicación auspiciaba, sirvieron para reconocer quién estaba detrás de un rótulo o para conocer a las que ni eso han merecido. En el año 1975, el autor del ensayo “La Mujer Aborigen y La Mujer en la Colonia”, Tomás Báez Díaz, recibe el Premio Shell Salomé Ureña, luego publica “La Mujer Dominicana”. La leyenda de Evangelina Rodríguez la convirtieron en verbo los hermanos Kasse Acta, deslumbrados por aquel portento de dignidad e inteligencia. Gladys Gutiérrez, mientras presidía la Secretaría de Estado de la Mujer encargó a Virgilio Alcántara la edición de “Mujeres Dominicanas- De la sombra a la luz”-. Sin embargo algo falta. Existe una elipsis que impide auscultar vivencias, sensaciones, ir más allá de lo que el patriarcado permite, acepta. Las víctimas del frenesí trujillista se preparan para la despedida y sus confesiones se quedarán entre familiares y allegados. El olvido diluye sus experiencias. El pudor y la indiferencia también. En los distintos avatares pos tiranicidio las mujeres estuvieron presentes demostrando que no sólo eran útiles para labores domésticas. Amaron, se arriesgaron, sufrieron. Hubo delaciones, claudicaciones, pero la mayoría se mantuvo incólume a pesar de la vesania.

Margarita Cordero con sus “Mujeres de Abril”, ofrece una dimensión inédita de la actuación de las mujeres durante la guerra. El período ominoso de los doce años queda trunco. Tiempo de sangre, sospecha y muerte. De buscar razones en la terrible soledad de la cárcel y el exilio, acariciando la utopía y  el compromiso imberbe. Tiempo de acechanza, vejaciones. De enfermiza persecución cotidiana. Ruth Herrera con “Las Viudas de los doce Años”, intenta la reivindicación. Empero, no sólo la viudez laceró ilusiones y además, las viudas tuvieron y tienen vida propia.

Los prejuicios impiden el atrevimiento de esas voces. Las conciencias se aquietan convirtiendo en greguería el valor femenino. La asignación de lauros queda reservada para el cuestionable y exhibicionista procerato masculino contemporáneo. Conviene resaltar las virtudes tradicionales, la abnegación. Aterra admitir que, en el instante decisivo, las mujeres reaccionaron sin evaluar las consecuencias de su osadía. Apelaron a la astucia para preservar su vida y la de sus compañeros. Ha sido mejor consolar huérfanas, viudas. Acogerlas. Cuesta demasiado compartir méritos.

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