Sufro, luego existo

Sufro, luego existo

 POR LEÓN DAVID
Si doy fe a las apariencias, ¿cómo no arrimarme a la taciturna sospecha de que el hombre de hoy se muestra incapaz de resistirse a los hoscos encantos de la disputa y el conflicto? Combatiendo vive cual infatigable gladiador contra sus semejantes y, colmo de desventura, contra sí mismo. Avanzo a más y digo que diera la impresión de que sólo en medio del choque y la refriega se siente a gusto; hasta el extremo de que cuando la riña no  surge de manera espontánea algún recurso busca, invariablemente exitoso, para hacerla estallar.

No aseguro que actuemos de esa guisa violenta por cálculo y programa; como tampoco me aventuro a negar que en nuestro fuero interno estemos convencidos de que son los que nos rodean, los otros, quienes nos incitan a reaccionar a mordiscos y mandarriazos, cuando nuestro más caro anhelo ha sido siempre –dispuestos a jurarlo nos hallarán- lograr una convivencia signada por la armonía y el sosiego.

Después de todo, mientras sobre los demás recaiga la culpabilidad y sobre mí la ofensa, nadie osará juzgar con severidad el desafuero de mi conducta. No me veré entonces compelido a modificarla, lo que, al cabo y a la postre, redunda en ganancia neta pese a los enojos y tribulaciones que mi agresivo comportamiento no puede dejar de promover.

Sólo un temperamento refractario al sentido común se aventuraría a negar que nada espanta tanto como el dolor…, nada salvo la incertidumbre que el cambio conlleva. La tristeza se soporta, la decepción se tolera, la angustia se sufre. Lo que, por lo visto, no estamos dispuestos a sobrellevar es la perspectiva espeluznante de dejar de ser lo que somos para convertirnos en algo que, dado que no existe aún, no sabríamos definir con claridad. Aterra modificar la conducta, aun cuando resulte evidente e impostergable la necesidad de semejante cambio.

No creo exagerar; acaso me exprese en tono demasiado enfático, mas a las pruebas de la experiencia me remito para que su irrefutable dictamen endose mis palabras. Es notorio –un poco de sinceridad ningún daño haría- que el más leve intento de renovar algún aspecto recalcitrante de nuestro proceder importa esfuerzo denodado. Es como si de repente nos arrancaran vivos la piel, como si nos desollaran el espíritu. Sin embargo, en cuanto puede conjeturarse, lo que en verdad asusta no es tanto el cambio, sino imaginar el tormento que damos por seguro lo acompaña. Y como no hay tortura más terrible que la que podemos anticipar en la mente, de puro miedo al desapacible fantasma de un martirio gestado por nuestra fantasía, nos resignamos a padecer el muy real tormento de nuestra concreta y cotidiana existencia. 

El pensamiento nos gasta, pues, una pesada broma. Me avengo a considerar que en el caso que nos ocupa la posibilidad de prever, en lugar de favorecer nuestro desarrollo, lo coarta e impide. Como parte nada insignificante de los hechos que desde la infancia nos han marcado ha sido desagradable y dolorosa, y como el pensamiento trabaja –no puede hacerlo de otro modo- con la materia que tales hechos ofrecen, cuando anticipamos una situación futura tendemos a recoger no las sonrientes margaritas de la esperanza sino el fúnebre ramillete de desventuras que la memoria, escasamente imparcial, pone en la mano con desesperante celeridad. A lo que es preciso sumar el agravante de que la facultad de fabular de que estamos dotados exacerba los rasgos macabros de la desgracia. En comparación con la caricatura monstruosa que la imaginación se complace en dibujar, el sufrimiento real casi parece un retrato risueño.

Lo que nos inmoviliza y nos impide crecer no es, por consiguiente, la comprensible inseguridad que cualquier cambio sustancial acarrea. Lo que en verdad nos paraliza es el terror que se alimenta de nuestros propios extravíos y de las llagas del pasado. Nada se hace tan cuesta arriba como soñar la felicidad cuando se es infortunado; ni cosa más sencilla contemplarla cuando la dicha nos arropa.

A tenor de lo expuesto, dificulto que nadie ose desmentirme por aseverar que en la provincia de los sentimientos rige también la ley implacable y concupiscente del mercado: quien posee capital consigue acumular más capital; quien sólo de miseria dispone, más miseria fabrica. La coincidencia acaso no obedece al azar. Me asedia la presunción de que ambos fenómenos están perfectamente conectados. El que maneja dinero y se deja manejar por el dinero es, a fin de cuentas, el mismo individuo que rebosa de emociones y por ellas se deja poseer. Que lo examinemos desde adentro o desde afuera, ¿qué importancia tiene? Es la misma criatura humana la que nuestros ojos ven cuando come, consume, vende, compra, piensa, siente y fantasea, porque aunque fragmentada, única e indivisible es su existencia. La vida –argamasa de la conducta- suelda y da sentido a sus acciones…

La vida es la realidad fundamental de donde parte y a donde retorna el humano quehacer, la energía de la existencia, en sus infinitas manifestaciones particulares. Y así como la luz no podría existir sin la oscuridad, sólo adoptan externa catadura los acontecimientos y objetos desde la perspectiva siempre sui generis de una visión subjetiva en virtud de la cual la rebelde alteridad de las cosas que la mirada percibe se domestica y torna transparente. Desde el ángulo del observador, lo que se presenta como ajeno es, no obstante, imagen del propio rostro que el espejo devuelve. No tiene la vida superficie interior ni fachada externa. Parejos perfiles y distinciones los hombres los creamos porque no accede la conciencia a trabajar sin el contraste. Mas sería absurdo fijar límites donde no los hay. Una cosa es que no podamos dejar de pensar lo que nos circunda, y otra muy diferente que lo que nos circunda se contraiga a la forma que el pensamiento nos ofrece. La razón del mundo no es, jamás ha sido el mundo de la razón. El inevitable despropósito de la mente, cuyo funcionamiento exige desdoblar el universo en el yo y lo otro, en lo subjetivo y lo objetivo, es la raíz del pernicioso equívoco que estamos escudriñando. La resistencia al cambio –tengo copia de evidencias que en ese sentido apuntan- harto tiene que ver con la básica dicotomía a que nos hemos referido, propia de la condición reflexiva de la criatura humana.

En efecto, arguye poca perspicacia no haber tomado nota de que el enfoque racional ha conducido a una escisión a resultas de la cual se nos presenta en calidad de realidad exterior lo que no es separable de nuestra humana esencia, de las latencias y pulsiones de nuestra mismidad. El conocimiento científico es fruto, convengamos en ello, de ese primario cisma existencial. Empero, si bien la distancia entre lo otro y el yo, entre el que observa y lo observado hace posible eso que denominamos conocimiento, lógrase éste al  precio acaso excesivo de que nos escape el medular significado de lo que pretendíamos conocer, significado iluminador que sólo desde la totalidad inescrutable e infinita, a la razón inaccesible, se manifiesta. Es tarea que la mente caviladora jamás podrá cumplir la de reflexionar acerca del universo y, simultáneamente, aprehenderse a sí misma en tanto que inteligencia universal que se construye en el propio proceso de la meditación… Al desentenderse de la totalidad cósmica que en cada ser humano bulle, el individuo se pierde en un mundo impenetrable, refractario y ajeno. Juguete de fuerzas desconocidas que la ciencia nombra y explica sin llegar nunca a comprender, sólo atina entonces a percibirse en tanto que partícula minúscula y vana que responde al azar ciego de un tránsito existencial que no siente suyo, de una vida vacía que también el azar engendró.

En tan apurado trance nada tiene de asombroso que la inquietud y el malestar hinquen sus afilados colmillos en nuestras vísceras. Ni tampoco tenemos por qué extrañarnos de que el mundo exterior asome, por lo general, bajo un aspecto amenazador y hostil. En cierta medida, lo que no forma parte de mi yo intimida y provoca; pues la compacta e impermeable alteridad del mundo resulta en definitiva inaceptable, dado que es este, en su fáctica tozudez, incognoscible. Lo que está fuera de mi propia persona sólo lo puedo dominar, manejar, utilizar, pero no asumir. Tal es el trasfondo, el húmedo desván lleno de polvo y telarañas de la visión racional del universo. En parejas circunstancias propende el ser humano a reaccionar con temor; y el temor suele traducirse en agresividad que, adoptando los ademanes de la urgencia de control, dirige el individuo contra lo que le rodea y contra su propia persona desvalida.

Así se convierte el hombre en ese gladiador infatigable que en párrafos anteriores mencioné. En un orbe desconcertante y absurdo el único refugio que la conciencia encuentra –desolador refugio– es el que levanta y perpetúa el hábito de la violencia auto y hetero-destructiva, costumbre de gruñidos y garras que colocamos cual alambrada de erizadas púas entre las cosas externas y nuestra insólita interioridad raciocinante.

La repetición continua de las mismas acciones, que provocan los mismos sentimientos es el único mecanismo que, frente al absoluto aislamiento de la mente, nos reconforta con  la ilusión de sentirnos unidos a algo firme. Ese algo es, por descontado, lastimero. Pero lastima menos sentirnos unidos al sufrimiento que concebir siquiera la posibilidad de no sentirnos unidos con nada. El pensamiento, los impulsos y las emociones han alcanzado a configurar en nuestra psiquis un sistema sufriente que, en medio del mar de incertidumbre y de vacío al que el intelecto expone, se ofrece como tabla de salvación de la cual aferrarnos para creer que al menos hay una realidad segura, confiable, una realidad que confirma nuestra existencia: la desdicha.

En la práctica el ser humano actúa según el lema “sufro, luego existo”. La ganancia que el dolor proporciona puede parecer mezquina; mas mucho erraría quien así pensare. El beneficio resulta, por el contrario, enorme. En la congoja corroboramos que no estamos solos, encerrados en el asediado bastión de la mente. Convalidamos de ese modo desviado y enfermizo la unión medular del yo con el universo. La dificultad de emprender un cambio radical no tiene otro origen. La posibilidad de una mudanza íntima se nos presenta  como horripilante perspectiva en la medida en que –a dictado de los caprichos de la imaginación– pareja metamorfosis conduce al desmoronamiento del rígido sistema de conductas, pensamientos y emociones, al derrumbe de esa esclerosada estructura doliente que, hebra postrera de un nudo a punto de romperse, nos mantiene precariamente atados a nosotros mismos y a lo que nos rodea.

Cortar ese último lazo constituye para el hombre contemporáneo un desafío aterrador con viso casi de ordalía. Pero he aquí que si no nos disponemos a empuñar las tijeras el cambio impostergable nunca advendrá. Y seguiremos siendo esclavos de una razón simplificadora y brutal; seguiremos sufriendo para vivir, viviendo para sufrir y muriendo día a día para poder soñar con una felicidad que, aunque no llega ni tarde ni temprano, nos aplica la anestesia de la ilusión que permite soportar el calvario de una existencia aborrecible.

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