Creemos que “el Señor es el único Dios” (Deuteronomio 4, 32 – 40) y afirmamos que ése único Dios, es Padre, Hijo y Espíritu Santo.
En el final del evangelio de San Mateo, (28,16-20), Jesús envió a sus discípulos de esta manera: “Vayan y hagan discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.
Bautizarse es ser sumergido en el agua. El agua es símbolo de una experiencia. Jesús envió a sus discípulos a sumergir a todo aquel que quisiera ser cristiano en la experiencia de la Trinidad.
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Los cristianos estamos llamados a hacer la experiencia de Dios como Padre liberador, el mismo que liberó a los hebreos en Egipto (Deuteronomio 4). Es el Padre quien “libra nuestras vidas de la muerte y nos reanima en tiempo de hambre” (Salmo 32).
Todos los creyentes hemos de sumergirnos en la experiencia del Hijo como Palabra del Padre, “palabra sincera y leal, amante de la justicia y el derecho” (Salmo 32). Jesús es tan divino como el Padre, por eso “se le ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra” (Mateo 28).
Finalmente, al sumergirnos en la experiencia de la Trinidad, descubriremos que, gracias al Espíritu Santo, podemos dirigirnos al Padre con la plena confianza de los hijos. Jesús lo llamaba ¡Abba! Y nosotros también podemos dirigirnos a él de la misma manera.
Al confesar la Trinidad no encerramos a Dios en una fórmula humana, sino que abrimos nuestras mentes al misterio inalcanzable, al cual nos acercamos por tres caminos seguros: en Dios, uno es Padre, otro es Hijo y otro, Espíritu Santo. Pero tan inmenso es su amor y tan estrecha su comunicación, que adoramos y creemos en un solo Dios. Así ha de ser la Iglesia sumergida en la Trinidad.