Adiós Juan Francisco Santamaría
La primera vez que vi a Juan Santamaría fue en la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Había sido convidado por mi mentor y maestro de entonces Juan López. Éramos miembros de un comité del PRD que López había organizado en el Instituto Hostos, al que acudía luego de mis clases en el Colegio. Todas las tardes, nos reuníamos por unos minutos en la oficina del Subdirector, y los sábados en su casa de la Marcos Adón. La crisis en el PRD estaba planteada, y a punto de estallar.
En un número de la Revista Ahora, Bosch el líder indiscutible de todos, había esbozado lo que sería la lucha encarnizada entre lo nuevo y lo viejo. La conclusión era paradójica. Porque nada tenía que ver con las edades. Bosch, el más viejo de los líderes del PRD, representada lo nuevo. Peña Gómez, el joven y fogoso líder, simbolizaba lo viejo. Dicho en pocas palabras. Uno, tomaba el camino de un cambio de sistema político, que debía llevarnos a la antesala de una transformación de las estructuras; y el otro, prefería seguir los derroteros de la democracia.
Pero no es de las ideas que deseo hablar, sino de Juan Santamaría.
Aquella tarde, cuando llegué del Colegio, me di una escapada a la Universidad a la manifestación que se había organizado para apoyar a Juan Santamaría. Recorrimos las calles en olor de multitudes, llevando al candidato a la Federación de Estudiantes Dominicanos en andas. Coreábamos las consignas que lo llevaron al triunfo: Juan Santamaría, a la Federación; y Juan Bosch, pa`adelante con revolución.
Los adversarios mandaron en algún momento a sus huestes a provocar, pero no pudieron detener esa impresionante demostración de apoyo. En la hora crepuscular, Santamaría subió a un púlpito improvisado y pronunció un discurso brillante. Era moreno, muy delgado; no tenía ni remotamente la presencia que exhibían Roberto Santana y Radhamés Abréu, los contendores. Muchos de los que asistieron a esa consagración estudiantil, dijeron que la nueva figura que acababa de nacer, sólo era comparable, al que había sido el más importante dirigente estudiantil de todos los tiempos, Hatuey Decamps.
Poco después, llegué a verlo en entrevistas de televisión, en declaraciones a la Prensa, que le seguía los pasos como a una figura nacional. En aquel punto y hora, los Secretarios Generales de las Federación de Estudiantes eran considerados como personalidades. Santamaría había sido la primera victoria de Juan Bosch. Meses después, al producirse la fundación del PLD. Sus declaraciones recogidas, en la primera de El Nacional fueron un aldabonazo: El PRD cumplió ya su función histórica, aquí sólo se ha producido un cambio de siglas. Afirmación, probablemente, injusta si se compara con la historia postrera, y con el papel desempeñado por ese partido. Pero que, en contraste, muestra la sagacidad política que ya exhibía muy ampliamente Santamaría.
En aquel momento, pensé que me hallaba ante una figura que, andando el tiempo, cobraría dimensiones nacionales. Estaba muy bien dotado para la vida pública. Era un orador de voz pausada, pero tenía sentido de la frase y del latiguillo. Recuerdo unos de los memorables discursos que pronunció en unos de los homenajes que por aquellos años se le rindió a la estudiante Sagrario Ercira Díaz. Habían hablado las autoridades, y cuando parecía que ya no era posible conmover, comenzó su discurso de modo sorprendente: Nosotros no vamos a pedir un minuto de silencio, sino un minuto de condena . Tras haber concluido esos años de gloria. Le pregunté a mi mentor, qué ha sido de Santamaría, hace días que no lo veo en la Prensa ni en los programas. Se va a España a estudiar. Abandonó la carrera de Ingeniería Y, considerando que debía formarse en ciencias sociales, se inscribió en la Universidad Complutense de Madrid.
Nosotros continuamos en el Comité del PLD, Juan Núñez Mieses. Cuando nos dispusimos a viajar a París a estudiar, en la víspera del viaje, el profesor Bosch me entregó un paquete para que le fuera entregado en el aeropuerto a Juan Santamaría, otra carta para Máximo López Molina que regenteaba el Hotel Danube, y un pequeño regalo para su señora Huguette Lefrere, consorte de López. En el aeropuerto de Barajas, hablamos unas dos horas. Al poco tiempo me llegó la primera correspondencia de Juan; me solicitaba una lista de las personas que podían recibir el periódico Vanguardia del Pueblo, él se encargaba de despacharlo por toda Europa.
El fardo llegaba de Nueva York, enviado por D. Jaime Vargas. Cumplí con el encargo. Al poco tiempo, me dispuse a recibir al compañero José Maldonado. Y, un año después, llegó César Cuevas. Entre todos formamos el primer comité. Nos repartíamos las tareas. Escribía largas cartas explicando las posiciones del Partido. Viajaba por toda Europa representando a Juan Bosch, y casi siempre recalaba en París. Lo recuerdo bajando a la Estación del Norte, con su traje gris perla a rayas, al estilo de los años cuarenta. Tenía una pasión por la menudencia y el detalle. No pasaba una Navidad sin recibir tarjeta de Juan. Como representante político en Europa, viajaba mucho; correspondía con muchísimas personalidades políticas; cumplía una prodigiosa cantidad de tareas, con una dotación económica escasísima que nunca rebasó los doscientos dólares. Me enteraba de sus hazañas por las postales y por sus muchas cartas.
Multitud de imágenes: de Europa: Estocolmo, Belgrano, Praga, Roma, Berlín Muchas veces, recibí amigos suyos para alojarlos en mi estudio, y convertirme en su lazarillo en París. En las primeras vacaciones que pasé en Madrid fue a recibirme a la Estación de Chamartín, y desde luego me aloje en Alcántara 60, en el aristocrático barrio de Salamanca. Esa casa era conocida por tirios y troyanos como la embajada. Santamaría, el Santa, como ya le decíamos, no tenía madera de sectario. Podía alternar con amistades de todos los partidos, sin comprometer sus convicciones.
Quería estudiar economía. Pero la economía que se impartía en la Complutense carecía de los rasgos especulativos que habían arraigado en Santo Domingo. De modo, que después de un garbeo por la facultad de económicas, se inscribió en Sociología. El Madrid de 1978, era una ciudad donde la gente vivía en las calles y las reuniones se prolongaban hasta el amanecer. Hacía apenas tres años que habían sepultado al caudillo. La mayoría de los estudiantes, al parecer, no se formaban en las bibliotecas, sino en los cafés, en las tertulias y en los círculos políticos. En París, en cambio, la vida era brutalmente libresca, casi monacal. Porque había que pagar hasta para ir al inodoro. Santamaría tuvo la inmensa fortuna de tener como compañera, a una extraordinaria española llamada Lola Campesino con la cual tuvo, además, dos hijas. Andrea y Aurora.
En mis cartas solía hacerle resúmenes de libros y teorías que había leído, él se limitaba a citarme algunas parrafadas de Dialéctica de concreto de Karel Kosik. Comprendí luego que había perdido el gusto por la vida puramente académica; no se convertiría en profesor. Su vida se hallaba centrada en la política. Predicaba, muchas veces adaptándolas a las circunstancia, las grandes tesis de don Juan. Vivió en carne propia las tempestades políticas que sacudieron al Partido en 1992. El mundo se le vino abajo; y volvió al país con la familia completa; quiso convertirse en inspector de Hacienda.
Empleo que significaba vida estable. Un amigo, Miguel Decamps (ya dije que tenía amigos en todos los partidos) le prestó una casa, con un alquiler reducidísimo. De este modo, inició su andadura. Al cabo de algunos años, volvería a Europa y se instalaría nueva vez en Madrid. En el primer Gobierno del PLD (1996-2000) fue, primero cónsul en Madrid, y luego Consejero de la Presidencia. Anduvo en funciones consulares en Italia, donde, enamoradizo había ido a recalar para vivir plenamente, con su nueva compañera. En fondo consideraba que la vida sabrosa, la que compartía con los jóvenes pintores de Madrid y con algunos amigos, era la vida privada.
Eché de menos que hubiese abandonado el gusto por la vida pública. Su trayectoria de funcionario fue más bien discreta, casi privada. Coincidimos en un viaje a Nueva York hará unos dos años. Lo vi mofletudo, envuelto en grasas superfluas y me dijo tengo que rebajar. Porque me han indicado un trasplante de hígado. No estoy procesando, adecuadamente, las grasas. Supe después que en Madrid lo habían colocado en una lista, y que contaría con todas las garantías y ventajas, para llevar a cabo un trasplante exitoso. Cualquier coartada le parecía lógica para no acudir a la cita.
Sentía terror por la cuchilla del cirujano. En esas demoras está la explicación de su prematura y, para todos sus amigos, injusta, inexplicable y dolorosa muerte.
Así era Juan Santamaría. Nunca tenía tiempo para él mismo. Se olvidó de que tenía un cuerpo, y él que era extremadamente juicioso para aconsejar a los demás, no solía aplicarse esas recomendaciones a su propia vida. Era solidario, como pocos. La primera vez que viajé a Roma, me encomendó a una persona. Me extravié en la Ciudad Eterna y estuvo llamando desde Madrid a esa persona todo el día, pasada la medianoche, pude, al fin, ay, hallarme frente a mi anfitrión. Hay que llamar a Madrid, Juan no ha parado de llamar para saber qué ha pasado contigo. Ése es el Juan que recuerdan muchos dominicanos que vivieron en Europa. Y con el que contraje una deuda impagable.
Tenía, en definitiva, un temperamento conciliador. Hace un par de meses coincidimos en la Fundación Global, y concluida la conferencia, hablamos durante unas horas largo y tendido. Quería convertir en libro su amplísima correspondencia con Juan Bosch, y me pidió alguna sugerencia. Desde luego no pudimos evitar hablar sobre el porvenir político inmediato del PLD. Al referirnos a la distancia que mediaba entre las dos figuras preponderantes en el PLD. Lo sentí parco, incómodo, como un torero sin capa. Y luego dictaminó: Eso se resuelve con el Abrazo de Vergara. Se trataba de aquel abrazo histórico que se dieron el general Espartero y el General Maroto, el 29 de agosto de 1839, para ponerle punto final a la Primera Guerra Carlista por la sucesión en el mando. Hay en Madrid un bajorrelieve que representada el célebre encuentro, en el monumento a Espartero de la Calle Alcalá, donde solía llevar a sus amigos para mostrarle la magnificencia de Madrid.
Son muchas las imágenes que me sugiere el amigo fallecido. Cuando escuché la oración fúnebre en el Cementerio Puerta del Cielo leída con emoción por Alejandro Herrera, y el magnífico retrato que hizo el Presidente Leonel Fernández de su figura, pensé que cualquier evocación sería indefectiblemente incompleta, insuficiente. Creo que a pesar de su vida errante en varios lugares de Europa, y de la imagen cosmopolita que le pudieran sugerir a algunos sus muchos viajes, pesaba muchísimo más su condición de dominicano. Una mañana, desayunábamos en una cafetería de Madrid. Nos sirvieron una guarnición de papas; había algunos terrones de queso. Y el Santa hizo una insólita solicitud. ¿Podría usted freírme el queso, por favor? Al camarero le pareció surrealista e irreal la petición. Luego concluyó: ¿tú sabías que en el único país del mundo donde se come queso frito es en República Dominicana? Concluyó, clarividente, como si acabara de hacer un descubrimiento.