Sutilezas de la censura

Sutilezas de la censura

Cuando, en 1993, la Secretaría de Estado de Educación de República Dominicana desconoció el veredicto del jurado del Concurso Nacional de Novela y se negó a conceder el premio a Los que falsificaron la firma de Dios, de Viriato Sención, no hubo censura, hubo desacato a la decisión del jurado.

Censura implica interdicción y la novela de Sención, con la desacertada actitud del Gobierno de la época, alcanzó, al margen de su calidad, niveles de venta considerables. Pero Sención sabía que luego de tan absurda decisión, esa novela que se vendía como pan caliente ponía en peligro su vida.

Ahora bien, cuando la Comisión Nacional de Espectáculos Públicos y Radiofonía (CNEPR) prohibió durante unos día en 1970 las películas Z de Costa-Gavras, La guerra de Argel, de Guillo Pontecorvo y, unos años más tarde, en 1988, La última tentación de Cristo, de Martin Scorsese, sí hubo censura en el sentido tradicional del concepto.

Lo mismo cuando la CNEPR se divierte prohibiendo, con el argumento de ultraje a la moral y a las buenas costumbre, una serie de merengues dominicanos y vídeos de artistas internacionales, tenemos la impresión de que los tiempos no han cambiado y que la censura, un poco más sutil que en otra época no muy lejana, sigue impasiblemente su camino.

Si hay algo que caracteriza a la censura es su arbitrariedad. No hay derecho alguno para coartar la libre expresión en cualquier dominio que sea: literario, filosófico, político, artístico o científico. En una palabra, el dominio de las ideas. Los argumentos para aplicarla resultan no solo injustificables sino insostenibles.

El novelista francés Benjamin Constant define la censura como la “violación insolente de nuestros derechos, sometimiento de la parte ilustrada de la nación a su parte vil y estúpida, gobierno de mudos en provecho de los visires”. Y es cierto, la censura es un asunto de Estado, de poder. En la Antigua Grecia no se aplicaba como institución, pero el Areópago condenó a la hoguera las obras de Protágoras porque ponían en duda la existencia de los dioses. Tal y como se hacía, siglos después, en la Unión Soviética contra las obras que admitían la existencia de lo sobrenatural.

Pero la censura, como institución, existía mucho antes de la invención de la imprenta. La Iglesia católica había hecho quemar numerosos manuscritos considerados contrarios a la religión y a sus principios. Con la imprenta, las ideas se hacían, a juicio de los censores, más peligrosas. Se establecieron entonces múltiples medios para impedir la propagación de nuevos pensamientos. El Vaticano, por ejemplo, estableció un “índice” para obras que, por su contenido, no podían ser publicadas ni difundidas. Una especie de censura a priori. Es decir, antes de su publicación, que sin un juicio como es evidente, se les condenaba.

La monarquía instauró lo que se llamó “privilegio del rey”, una práctica que luego se convirtió en una formalidad, pero que no dejaba de ser una manera de censurar. En países como Francia, por ejemplo, el privilegio se burlaba publicando las obras en otros países que no estuvieran bajo la jurisdicción del rey. Sin embargo, se estableció un lugar en la Biblioteca Real en donde se colocaban las obras que, sin estar prohibidas, no debían ser prestadas ni difundidas. Ese lugar se llamaba “el infierno”.

Luego, con el tiempo y la ineficiencia de los medios para aplicar la censura, se estableció lo que hoy se conoce como el depósito legal. Una especie de censura a posteriori, pues una vez depositada la obra en el Ministerio de Interior, el Gobierno se podía arrogar el derecho de recogerla y/o destruirla. Con el tiempo esa práctica se ha convertido en una manera de conservar, si las casas editoriales cumplieran con la ley, las obras publicadas.

La libertad de expresión, como derecho, aparece por primera vez en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre en 1789: “La libre comunicación de las ideas y de las opiniones es uno de los derechos más valiosos del hombre, todo ciudadano puede pues hablar, escribir e imprimir libremente, salvo si debe responder del abuso de esa libertad en los casos determinados por la ley”. Por primera vez se pone fin a la arbitrariedad de la censura. Se condena la expresión si esta va en contra de la ley.

Sin embargo, por medio de múltiples artificios, el Estado puede legislar previendo interdicciones que de una forma u otra establece lo que se llamaría una censura legal. Los regímenes totalitarios, como el nazismo, los países llamados comunistas, los Gobiernos como el de Trujillo en República Dominicana, Franco en España o Pinochet en Chile, hicieron de la censura una práctica que no se limitaba únicamente a prohibir una obra, sino a perseguir a su autor, apresarlo y, en muchos casos, hasta asesinarlo. Miles de casos pueden ilustrar lo que precede.

Pero no solo las dictaduras censuran. Los Gobiernos llamados democráticos lo hacen de manera muy sutil. Como no hay un medio determinado para la difusión de las ideas, el Estado crea sus propios mecanismos para aplicar la censura. Una censura sutil, porque no prohíbe pero “le corta el agua y la luz”, como se dice popularmente, a los que se oponen a su política. Hoy día, a pesar de su tradicional persecución a la obra impresa, la censura se concentra principalmente en los medios de mayor difusión de ideas: la radio, la televisión y el cine. Por lo general, cuando la censura se orienta hacia los temas sexuales, pasa desapercibida y por eso no se siente tanto como la que se basa en criterios ideológicos y políticos. Pero sigue siendo censura.

La historia de la censura demuestra que las ideas son irreprimibles. Que todo intento de evitar su difusión es arbitrario y desprovisto de sentido. Los Gobiernos se atribuyen el derecho de prohibir sin ni siquiera tomar en cuenta la ilegalidad de sus medidas.

La censura es muy sutil. Adopta formas casi imperceptibles. No hay mayor censura que la que ejercen los organismos estatales cuya vocación es la de subvencionar obras de carácter artístico o cultural. Si el autor o las ideas que la obra expresa no son del gusto del Gobierno de turno la obra no recibirá la misma consideración que la que no pone en peligro ciertos “principios”. Si la censura aparentemente ha desaparecido del discurso político en los países “democráticos”. Los artistas y escritores se autocensuran.