Tácitos o sobreentendidos

Tácitos o sobreentendidos

COSETTE ALVAREZ
Un saludo, luego de un mes sabático, primero, porque no encontraba tema (francamente, este cambio de gobierno ha venido aburridísimo: no trajo nada en la bola) y, segundo, un disgusto provocado por una de esas incidencias que moriré sin asimilar. El caso es que, en términos de la adquisición de nuestros bienes y servicios, estamos obligados a enunciar oraciones con por lo menos una de sus partes tácita o sobreentendida, ya sea el sujeto, el verbo mismo, o los complementos.

Los de mi edad y mayores nos criamos estableciendo relaciones, cuando no de amistad, al menos de cordialidad con los dueños de los negocios en los que adquiríamos nuestros bienes y servicios. Cuando salíamos a comprar zapatos, pasábamos unos minutos conversando con don Tomás. En la tienda de telas, nadie nos despintaba el párrafo con don Miguel. Si se trataba de un pasaje de avión, don Víctor siempre estaba en su agencia. Lo mismo en los supermercados, los colmados, las farmacias, los restaurantes, ¡hasta en las clínicas! No nos atrevíamos a salir del lugar sin saludar al propietario. Era la primera encomienda de nuestros padres. Entonces, comer no era primero. Lo importante era la persona.

De un tiempo a esta parte, nos pasamos la vida comprando en cualquier sitio y ni los empleados saben bien quién es el dueño. No sabemos quién contrata ese personal tan mal pagado y peor educado, que nos hablan de tú aun viéndonos la cabeza llena de canas y se dirigen a nosotros con expresiones que deberían ser de cariño, pero que de irrespeto no pasan. Tampoco sabemos quién nos engaña, nos tima, nos defrauda. Ni sabemos quiénes son los cada vez menos que nos dan buen servicio. Lo peor es que, si acaso están ahí, es más prudente no saludarlos aunque los conozcamos.

Así están las cosas, y no crean que la moda sea mundial ni represente una señal clara de progreso, modernidad, globalización, ni nada. En la civilización, los propietarios están muy presentes en sus negocios y dan la cara al público del que viven, sin que estos quiera decir que el servicio que ofrecen sea impecable siempre. Es que, si ellos mismos son, por ejemplo, racistas, no evitan que un empleado ejerza el racismo contra un cliente.

Podría haber muchas razones para ambos estilos. De los civilizados, se podría pensar que tienen sus cuentas claras, incluyendo las deudas y los compromisos. De los nuestros, todo puede haber empezado por imitación de un estilo empresarial nada imitable que, la verdad, se presta a muchísimas suspicacias, especialmente debido a que en el mundo subdesarrollado son pocas las empresas que no cuentan entre sus socios con algún funcionario o ex funcionario gubernamental, lo que no sería nada si ese mundo no se hubiera declarado abiertamente corrupto escandalosamente podrido, en el que habría que incluir el sector empresarial surgido de la «política de auto gestión» de las organizaciones no gubernamentales. Más el lavado de dinero.

Que si nos vamos al plano de las viviendas «de bajo costo», tarde nos damos cuenta de que fácilmente han conseguido un área verde en una zona urbana motivando ese espíritu (que muchos tienen en el bolsillo) de los regidores y demás funcionarios relacionados con los permisos, o es un área agrícola propiedad del Estado (de todos nosotros) en una zona que hasta el otro día era rural, más exenciones de impuestos para los materiales de construcción y de todo. Los materiales de primera los reservan para las torres de lujo y a nosotros nos entregan viviendas prácticamente desechables, llenas de vicios de construcción. Y quedamos, además, enganchados en los bancos, a riesgo de ser despojados de nuestro techo.

No hay forma de gastar un solo centavo, así sea en lo que más necesitamos o anhelemos en la vida, sin beneficiar a un desgraciado, a alguien que de una forma o de la otra nos perjudica (el perjuicio es un delito penado por la ley), quizás por el simple hecho de haber dispuesto en un momento, breve o expandido, de un privilegio arbitrario del que sus futuros clientes y el resto de la población no han disfrutado ni disfrutarán jamás.

Prefiero obviar el tema de los empleos, porque no bien nos acostumbramos a la idea de ser sustituidos por un/a compañerito/a del partido en el poder, cuando cambia radicalmente la moda por la de repartir el pastel entre amigos y familiares, aunque se trate de seres social y moralmente repudiables, mucho menos capases y dispuestos que la especie (que ojalá se encuentre en extinción) de los caravaneros profesionales.

Esto es demasiado. No se aguanta tanta vulnerabilidad, tanta inseguridad, tanto desconocimiento del entorno, tanta sorpresa desagradable, tanta mezcla de mansos con cimarrones, tanta convivencia de la probidad con la delincuencia, tanta convivencia entre la honestidad y la corrupción, tanta complacencia ante los desdenes, tanta genuflexión ante los desplantes, tanta confusión entre la lealtad y la sumisión, tanto cambio de solidaridad por mezquindad, tanta resignación ante una realidad que debería, más que sacudirnos, rebelarnos.

Aceptamos tranquilamente que se nos trate como si no valiéramos nada. Permitimos que los administradores de nuestro patrimonio no nos consulten. Dejamos que nuestros representantes ante los padres del Estado se mantengan a nuestras espaldas, sin tomarnos en cuenta (hasta que se aproximen las elecciones y quieran desesperadamente nuestros votos para dar crédito a la falsa).

Estamos mal. Nos hemos vuelto peligrosamente apáticos, aletargados. No nos sentimos miembros del sistema. De hecho, no los somos, porque éste no es un sistema propiamente dicho. La vida aquí dejó de ser medianamente previsible. Por el contrario, se ha vuelto extremadamente humillante. Si seguimos así, bebiéndonos el coctelito que nos brindan, a sabiendas de que es altamente venenoso, dentro de poco perderemos lo que queda de nuestra condición de ciudadanos y entonces el país se verá poblado de sujetos tácitos o sobreentendidos, muy pocos verbos, y ningún complemento, ni siquiera circunstancial.

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