También yo tengo un sueño

También yo tengo un sueño

Digamos que lo más importante no es lo brillante, genial y poderoso que sea uno o lo convincente y trascendente de lo que uno dice y hace. Digamos que basta con la energía positiva que se irradia desde la más profunda buena intención palpitante y activa, porque cada cual acciona de acuerdo a su fuerza.

Si se trata de un gigante como Martin Luther King, el religioso líder de los derechos civiles, campeón de la justicia y la decencia, asesinado en Memphis, Tennessee en 1968, el sueño que él proclamaba tener: «I have a dream», logró cambios formidables por métodos pacíficos, movilizando el buen sentido de las masas negras hacia la exigencia de sus derechos como seres humanos y a la demanda del respeto merecido por su dignidad.

No podemos aspirar a tal importancia y fuerza trascendente, pero, desde nuestro tamaño, también tenemos un sueño. También yo tengo un sueño.

Sueño, como un buen grupo de buenos dominicanos, en que un día, no lejano, la política deje de ser ese inmenso y maloliente pantano de mentiras y maldades al servicio de grandes poderes e inmensas fortunas levantadas sobre su indiferencia hacia las graves y urgentes necesidades de la enorme mayoría de los ciudadanos que, hipnotizados, narcotizados, arrullados por promesas y ofertas fantásticas, otorgan su voto, lo venden o se conforman con las trampas que les hicieron.

Sueño con que nuestros políticos respeten el pensamiento de Juan Pablo Duarte, precursor y apóstol de la decencia política, y dejen de tomar sus palabras como las de un iluso, entre ellas, aquellas en que afirma que la política es ciencia noble y defiende la grandeza buena de sus posibilidades. Ya había sido dicho, pero nunca aquí, donde tal criterio nunca se ha repetido. Tal concepto lo expone Aristóteles en su Política (libro III, capítulo VII): «La más elevada de todas las ciencias es la política, y el bien que la política, y el bien que la política busca es la justicia, es decir, la utilidad general». Que yo sepa, nadie se burla de Aristóteles, calificándolo de ingenuo, o cándido. Pero los profesionales de la política -no sólo nacional- ríen a mandíbula batiente de tales aseveraciones. Mayormente piensan de otra manera: «La política es para alcanzar el poder, para ya obtenido, abusar y aplastar con él». El mexicano Porfirio Díaz, uno de los llamados «dictadores paternales» (en el poder durante veintiséis años) definía escuetamente su tesis política: «pan y palo».

Resultó conveniente para los intereses norteamericanos y bajo la administración del Presidente Taft (1909-1913) Henry Lane Wilson, embajador norteamericano en México intervenía abiertamente en la política local, y llegó a extremos impresionantes. Cuando Woodrow Wilson ascendió a la presidencia de Estados Unidos, rehusó reconocer el gobierno de Huerta, que había surgido con patrocinio y participación norteamericana en acciones sangrientas. Refiere Edwin Lieuwen en su respetada obra «U.S. Policy in Latin America» que el Presidente Wilson declaró a un oficial británico que lo visitaba: «Yo le voy a enseñar a las repúblicas latinoamericanas a elegir buenos hombres».

Nunca ha sido tal cosa la política norteamericana.

Lo primero. Sus conveniencias.

Buenos son los que me convienen, mientras me convienen. Esta es la idea. Puede ser Trujillo, puede ser Noriega, puede ser cualquiera…Saddam…

Mi sueño es que logremos una relativa, mesurada y digna independencia del poder norteamericano, porque actuemos con sensatez y decoro, con prudencia y cordura.

Que seamos «socios», pero no vasallos.

Sueño con que no demos lugar a que nos llamen tanto la atención y nos regañen. Con razón.

En nuestra tierra empezó América.

Ya es hora de que evolucionemos.

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