Tanto tienes, tanto vales

Tanto tienes, tanto vales

MARIEN A. CAPITÁN
La vida no vale nada. Cuántas veces lo hemos escuchado de labios de Pablo Milanés, ese gran cantautor cubano que –como sus hermanos- nos ha tocado el alma más de una vez. Cuántas veces, oyendo la letra, hemos pensado que nuestra vida no vale nada porque hemos perdido un amor, un amigo, una estrategia, un trabajo, una batalla. Pero, ¿qué pasa cuando lo que se pierde es la misma vida?

Hoy hablaré de alguien que se fue. Alguien cuya vida no valió nada porque tuvo que posponer cada minuto de su ser mientras moría en una cama. Se trata de Darío Antonio Peña Suriel, un muchacho de 24 años que murió porque nunca tuvo un millón seiscientos mil pesos para poder hacerse un trasplante de médula.

Cuando vimos su dulce sonrisa por primera vez, su historia nos tocó el corazón. Altagracia Ortiz, nuestra amiga y compañera, nos hablaba de él el 1 de septiembre pasado. En letras pequeñas, como las de todos los periódicos, nos explicaba que Darío necesitaba un trasplante de médula a causa de la leucemia linfoblástica que padecía desde hace dos años.

Estos últimos 24 meses fueron muy difíciles para él. Aunque luchaba con coraje, lo cierto es que tuvo que ver cómo su vida se apagaba porque no tenía dinero para curarse. Cuando pidió ayuda a los medios de comunicación, incluso, era tarde.

Dos veces estuvo su cuerpo preparado para recibir la quimioterapia y el trasplante que necesitaba. Fue tal su «suerte» que logró que su enfermedad remitiera. Ese era el momento justo, ideal, para la quimio y el trasplante.

Veinte meses después de esperar para ver si conseguía el dinero que le pedía el Hospital Plaza de la Salud, Darío fue sometido a nuevos estudios y se comprobó entonces que el proceso se había revertido: las células mutaron y, en vez de ser tipo B, se convirtieron en tipo T. A partir de ahí la sentencia estaba casi dictada.

Es muy difícil, por no decir imposible, que el cuerpo pueda soportar tres ciclos de quimioterapia. Pese a ello, los médicos intentaron estabilizarlo por tercera vez para entonces hacerle el trasplante. Darío murió. Y con él, la ilusión de mucha gente que aprendió a amarlo y respetarlo (médicos, periodistas, lectores… todos se identificaban con este ser especial que siempre mostró la transparencia de su aura).

Lo más lamentable es que Darío acudió al despacho de la Primera Dama, a la Secretaría de la Juventud, al Plan Social de la Presidencia, a Aduanas y a la Lotería. Nadie, porque para el Estado un muchacho enfermo y sin dinero no significa nada, le ayudó.

Qué triste es este país. Un joven que pudo vivir muere porque no tiene nada y, al parecer, no vale nada. Su vida, al menos, no lo valió. Esperemos que su muerte, en cambio, sirva para que no haya más Daríos a los que la sociedad y el sistema de salud les dé la espalda.

m.capitan@hoy.com.do

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