Pablo de Tarso es una expresión muy familiar para nuestros oídos, sin embargo raras veces escuchamos hablar de Tarso la ciudad de Pablo.
Esto es comprensible pues el impacto global que por siglos ha ejercido la figura del apóstol de los gentiles, es oceánicamente superior a la fascinante historia de su ciudad natal.
Para el año 57 D. C., Pablo debió asumir una pública defensa ante una enardecida multitud que le acusaba, entre otras cosas, de haber profanado templos judíos.
Es así como da a conocer su origen: Yo de cierto soy hombre judío de Tarso, ciudadano de una ciudad no insignificante de Cilicia. Establece que en el orden religioso ha sido formado a los pies de Gamaliel, cuya escuela lo certifica como maestro de las Escrituras y devoto del judaísmo.
En el aspecto civil y geopolítico se describe como ciudadano de Tarso, capital de la provincia romana de Cilicia.
Cilicia estaba ubicada en el mismo trayecto comercial que unía a Asia Menor con Siria, lo que la convertía en un importante centro de negocios.
Sus moradores producían un tejido especial llamado cilicio, utilizado para fabricar tiendas.
Andrómaca, esposa de Héctor el héroe troyano, era una princesa de Cilicia. Esta ciudad fue parte importante del reino de los Seléucidas al dividirse el imperio griego tras la muerte de Alejandro Magno.
Ciro acampó en Tarso cuando iba de camino a reclamar el reino Persa.
Con la victoria de Pompeyo, pasa a ser parte de Roma y desde ese momento ilustres romanos estuvieron en ella, a decir, Cicerón, Julio César, en cuyo honor se nombró la ciudad Juliópolis.
Marco Antonio y Cleopatra navegaron en las aguas de esa ciudad.
Ahora bien, de ese Tarso solo quedan las ruinas, mientras que de San Pablo, un legado insuperable que nos ayuda a vivir el Evangelio de manera práctica y en sociedad.