Había nacido en Middlesex, Inglaterra, y llegado al impacto vertical de Nueva York a los dieciocho años. Estaba convencido de que estamos acercándonos a la III Guerra Mundial, y que esta vez Norteamérica no iba a lograr mantener su territorio fuera del conflicto, como hizo en ocasiones anteriores, cuando el territorio en forma de galeón de Estados Unidos de Norteamérica no conoció el horror que trepida dentro cuando aviones enemigos rugen su agresividad y dejan caer cargas de muerte.
Ahora no –afirmaba-, con una guerra hecha presionando botones de colores, este país y nuestro mundo están perdidos. No habrá necesidad de valor en la próxima gran guerra, será una destrucción realizada desde cuartos de control con aire acondicionado, suave música ambiental y técnicos bien comidos y recién bañados, sin idea de las miserias de una trinchera enlodada, con escasa comida y el sonido de la cantimplora de agua casi vacía, que es como una campana de muerte
Y con una sonrisa triste añadió: -Lo más terrible de la guerra es el hambre y la sed, por lo menos lo era, porque el destructor del futuro tendrá a su lado sándwiches y refrescos… mire usted, el argentino que hundió el Sheffield cuando la guerra de las islas Falkland apretó un botón, no dio en le blanco; apretó de nuevo y reventó el barco. Como si se divirtiera con uno de esos juegos electrónicos que emboban a la gente.
-Irónicamente, el misil era de manufactura inglesa -le dije-. Cuando se fabrica para la muerte nunca se sabe quién caerá.
-Yo sé de mi muerte, sé que me va a matar un fulano desde una sala de control, sin saber que me mató y sin que conste en lugar alguno que salté en pedazos a causa del poder enorme que alcanzaron nuevamente los hombres.
-¿Nuevamente?
-Nuevamente.
O’Sullivan, a quien los demás taxistas llamaban “Bro” como señal de afecto y aceptación a pesar de ser tan diferente a la mayoría, aminoró la velocidad y se volvió con una sonrisa que se acentuó con mi alarma al verlo conducir con el rabo del ojo.
-¿Atlanta? ¿Antiguo Egipto? –pregunté sin forzar la voz.
No obtuve respuesta. Detuvo el medidor del taxi al final de un laberinto sin salida. Hacía rato que guardaba un espeso silencio.
Súbitamente se veía tan infeliz que, en parte por solidarizarme, le dije que Nueva York era una ciudad horrible para vivir.
Como si le hubiera puesto una inyección de estimulante cardiaco, se reanimó bruscamente y dijo que Nueva York era la ciudad más maravillosa del mundo para vivir, que era el centro de la acción, la capital del mundo, el lugar donde todo ocurría y concurría. Estábamos en el East Side y empezaban a aparecer limosinas Cadillac, deslumbrantes, con antenas de radio, teléfonos, televisión, y choferes latinos de bigotes a lo charro… O’Sullivan me dijo entonces que Nueva York es “Cadillac nuts” (loca por los Cadillac)
-¿Puede ver este panorama en algún otro lugar del mundo? Amigo, es aquí donde está el movimiento, el vértigo de la producción; fue por no poderse acomodar a este ritmo que Inglaterra perdió su imperio, su poder; se quedó en la parsimonia del ritmo viejo. No hay nada como Nueva York, un año aquí enseña más que diez en cualquier capital. Fuera de aquí “there is nothing but shit”.
Y con un alegre golpe, volvió a conectar el medidor.