La presentación de TB Joshua debió ser una excelente oportunidad para hombres de ciencia y profesionistas dominicanos poner de relieve si este conspicuo personaje es, efectivamente, un farsante o un hombre de bien, acaso un servidor de Dios.
Miembros de la Academia de Ciencias debieron aprovechar para con procedimientos apropiados establecer lo que la ciencia tiene el deber y la calidad de establecer. Y explicar a todos qué cosa la gente vio o cree haber visto, desde una óptica auténticamente académico-científica. Nunca contentarse con reaccionar al evento religioso tratando de abochornar a los crédulos, sin mostrar evidencias.
Los estudiosos de la religiosidad desde el punto de vista científico-epistemológico indican que no es correcto estudiar un fenómeno solamente por las reacciones de los sujetos, sin intentar determinar lo que las produce (J. Wach); procediendo a descartar, con rigor metodológico, las hipótesis rivales y alternativas.
Lamentablemente, en el subdesarrollo hasta la propia ciencia parece aquí padecer, como muchos connacionales, problemas de identidad.
La ciencia no descalifica apriorísticamente; sino que demuestra mediante procedimientos conceptuales, metodológicos y técnicos. A diferencia de otras disciplinas y prácticas, está obligada a reconocer sus limitaciones (como un cangrejo que sabe que sus tenazas no son para comer sopa). Todo concepto es una abstracción (imperfecta), un tomar y dejar fuera aspectos de la realidad estudiada. Conceptos y teorías tienen carácter provisorio, independientemente de su nivel de comprobación.
Los hombres de ciencia, y menos aún los “practitioners” (que combinan conocimientos científicos con habilidades artísticas y artesanales de su especialidad, por ejemplo, médicos y psiquiatras), no son propiamente investigadores ni metodólogos, esto es, no son científicos en la correcta acepción del término; no están, por tanto, en capacidad para desautorizar fenómenos y hechos que ellos no han estudiado con el rigor de la ciencia. Deben, por tanto, evitar convertirse en opinadores y “comunicadores”, que más que ayudar a la gente a entender, las confunden más, permitiendo que su ignorancia y obscurantismo prevalezcan.
Muchos conocimos a Emiliano Tardiff, sacerdote canadiense formado en ciencia y teología, (racionalista y aséptico), quien no creía en eso de “orar para que alguien se sane”, hasta que él mismo fue sanado de una enfermedad catastrófica, y luego fuera, él mismo, el agente de Dios para sanar. Se quejaba amargamente de que los psicólogos no usasen el poder de la sugestión y el hipnotismo que alegaban que era lo que producía muchas sanaciones. Nadie más ajeno al fanatismo; la humildad y el tacto en persona.
Aun en países desarrollados abundan prácticas esotéricas entre gentes de universidad y alcurnia; son populares los horóscopos y las lecturas de cartas del tarot. En Alemania hay brujas y hechiceros que dan consultas de forma pública y pagan impuestos como otras ocupaciones. Los curanderos en África han sido aprovechados por las organizaciones de la salud para llevar a lugares apartados prácticas de la medicina moderna junto con la medicina folclórica.
La ciencia es objetiva, imparcial, humilde, ecuánime, y siempre procura el bien común. Similar a la definición de San Pablo del amor.