¡Te han olvidado, Pedro Ureña!

¡Te han olvidado, Pedro Ureña!

RAFAEL ACEVEDO
Pensé que los dominicanos habíamos olvidado al gran Pedro Ureña. Pero no me sentí en nada culpable del caso porque yo nunca supe quién era, aunque su nombre no dejaba de sonarme algo familiar. Pensé, sin embargo, que teniendo una calle del Centro su nombre, debía tratarse de un prócer. Aunque a decir verdad, podía tratarse de un esbirro, un incondicional de Balaguer o de Trujillo.

O quién sabe si de algún hidalgo de España o de otro lar, puesto que no de un líder obrero caído en la lucha anti-imperialista, pues a éstos no les dedican calles sino en barrios de la periferia. En fin, que tuve que preguntarle a la columnista Ángela Peña, que tiene un gran conocimiento del tema, y  me dijo que no tenía en su dossier a nadie célebre, muerto o vivo, con ese nombre.

A continuación empecé a bajar de nivel, llamando al departamento del Ayuntamiento que supuestamente colocó el letrero, que me olvidada decirlo, está todavía situado en la avenida Máximo Gómez, próximo al Teatro Nacional.

Me respondió una chica ríspida, con voz poco educada, y me dijo que número equivocado y que llamase a otro que resultó ocupado todo el tiempo. No insistí porque me molestó mucho la sola posibilidad de que al final resultase que se tratase de algún farsante que pagó por anticipado para que post mortem le dedicasen una calle.

Llamé luego a la Secretaría de Obras Públicas y me dijeron que no sabían de ningún Pedro Ureña, aunque sí de un tal Pedro H. Ureña, porque en algún momento se diseñó un letrero con ese nombre pero no recuerdan ni tienen registros del tal Ureña.

Abandoné la tarea y me alegré de haber compartido en mis años de académico y de «mercadista» con el poeta J. J. Ayuso, quien no se cansaba de felicitarse de «su absoluta carencia de importancia», que lo libraba a él y mucho más a mi, con menos importancia aún, de ser víctimas del olvido como a menudo ocurre con los mejores hombres de nuestra patria. Más que nada porque ya decidí que mi epitafio fuera: «Aquí los restos de un siervo de Jesucristo»; porque ni desearía ni esperaría reconocimiento de autoridades carentes ellas mismas de honra, y con el título de «siervo», me sobra.

Fue cuando hubo de celebrarse el año pasado la novena versión de la Feria del Libro, que decidí una tarde ir a ver las nuevas obras y las gangas que se ofrecían y, desde luego, para mantenerme al día, saludar y apoyar a algunos amigos escritores y expositores. Me tocó pasar frente al susodicho letrero que me daba unas indicaciones para acceder a la Feria, haciendo no recuerdo qué giro en la Pedro H. Ureña. Ahí, y no mucho antes, empecé a sospechar que el giro me llevaría a la calle Pedro Henríquez Ureña, y a la Feria que precisamente fue ese año dedicada al muy ilustre compatriota. Pero me dio ahora mucha vergüenza, propia y ajena, que muchos turistas y visitantes amantes de las letras y admiradores seguros  del maestro, supieran tanto, en tan poco espacio y tiempo, de la ignorancia y la falta de seriedad de nuestras autoridades, que tan a menudo y con tanto descaro cometen errores de gramática, medibles en garrafas, en cosas tan básicas y vitales. Porque sin que sepamos el idioma ni la historia, de poco sirven  estas ferias.

Dentro de la pena que me agobiaba, me sonreí al acordarme del maestro de Lenguaje que le preguntó a Juanito que quién había escrito el Quijote de la Mancha. A lo que el niño respondió que nada sabía de mancha alguna y que por favor no lo culparan esta vez de esa travesura. El maestro, muy preocupado por  la ignorancia del niño, acudió al director, al que le relató la ocurrencia. El director, que casualmente conocía bien a Juanito, le aseguró que el muchacho era honesto, que lo más probable era que no hubiera escrito ni manchado la recién pintada pared. El maestro salió confundido y sonrojado de la oficina del director, y cuando pudo desahogarse, exclamó: ¡Qué olvidado te tienen, Lope de Vega!

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