Te invito a una copa

Te invito a una copa

El escritor estadounidense nacido en Canadá Saul Bellow, de origen judío, y ganador del Premio Nobel de Literatura en 1976, narra en su libro Todo Cuenta que en cierta ocasión se encontraba de visita en La Toscana, Italia, y sus anfitriones lo llevaron a  almorzar a una taberna. El recuerda que aquel día hacía un frío espeluznante, pero que el cielo parecía un prodigio iridiscente. Sentados a la mesa, después de una sopa caliente y una ensalada, los mozos les sirvieron un vino de la zona, Brunello di Montalcino, y tras aquel líquido carmesí entrar en contacto con su paladar, se dijo: Ahora entiendo por qué es necesario tener algo de dinero en una cuenta bancaria.

Te invito a una copa

Albert y Yosira coincidían de vez en cuando en una vinería. Eran amantes del vino. Se caían bien y de vez en cuando se hacían recomendaciones sobre tal o cual vino, discutían sobre su calidad y su precio. Pero ninguno era capaz de dar el primer paso hacia un encuentro que fuera más allá de las puertas de la tienda. Hasta que ella un día, sin pensarlo mucho, le dijo: Te invito a una copa. Albert aceptó complacido.

Una epístola de mi hígado

Algunos de mis amigos me han reprochado  mi afición por el vino porque cada vez que se presenta la oportunidad empiezo a teorizar al respecto. Tal vez tengan razón: nací en un campo del Cibao donde la gente se emborrachaba con Palo Viejo, Bermúdez Cara de Gato, Brugal, cerveza, arguardiente y ginebra . El vino que consumía la clase menos depauperada era Caballo Blanco, o vino Tinto Campeón, Vinazo El Pirata, principalmente para los días de Nochebuena y fin de año. Yo aprendí el arte de libar después de haberme graduado de agrónomo en el Instituto Superior de Agricultura, de Santiago, y desde los veintipico hasta los 35 descaqueté millares de botellas de Brugal, Barceló y Siboney. Eran los tiempos en donde no había temor al colesterol ni a la diabetes y el organismo resistía todo tipo de abusos a que uno lo sometiera. Pero un día recibí una epístola de mi hígado, en tono que rondaba la amenaza y la preocupación. “Decía: Estimado señor Santos: usted parece olvidar que somos uña carne, que somos un matrimonio sin divorcio. Usted comete todo género de violencia en mi contra y pasa por alto que si yo me jodo usted también lo hará. Ya no resisto tanto alcohol de mala calidad, ya no aguanto tanto BBB, se refería a Brugal, Barceló y Bermúdez, tenga un poco más de piedad y respete a este servidor suyo que solo quiere ayudarlo a vivir más y mejor”.

A partir de entonces dejé de tomar ron y otras bebidas brutales y empecé a entrar al mundo del vino.

El mundo del vino, sus encantos, sus misterios, sus rituales. 

El vino no es una bebida: es una cultura. Es un mundo complejo y simple a la vez. Pero para poder entrar a éste y desentrañar y disfrutar de sus bondades hay que ir a la escuela o a la universidad. También de manera autodidáctica se logra penetrar a sus arcanos.

Hay que empezar por lo simple; esto es, tomar vino barato, el que usualmente se toma sin ningún tipo de exigencia o consciencia. Aquí empezamos a dárnosla de tomadores de vino con los chilenos Santa Rita, Carmen, y había uno, todavía está en el mercado, que se llamaba Lancers, que muy demandado por hombres que querían presumir de cultos en materia enológica. Pero había toda una variedad de vinos que los dominicanos no entendían y que eran de consumo exclusivo de los españoles, italianos y franceses asentados en el país.

 El vino como elemento que mucha gente lo toma en busca de refinamiento y aceptación social suele ser víctima de algunos intrusos que entienden que lo único importante a la hora de elegir un vino es su precio. Suelen ser nuevos ricos o políticos, que van a las bodegas donde se sirve vino y usualmente son presa fácil de los mozos que a leguas descubren que estos individuos tienen mucha plata y poca cultura. Y les ofrecen vinos de precios escandalosos que una boca inculta no sabrá  valorar.

El proceso para aprender a apreciar las características de un buen vino suele ser largo y a veces hasta costoso. Hay que asistir a degustaciones, a catas, comprar vinos y probarlos, llevarse de las recomendaciones de los que conocen del tema, y solo así se logra cierta cultura en la materia. Pero después de que ese paladar haya sido educado no hay forma de engañarlo con un vino despreciable. Tus pupilas gustativas detectan a la distancia las peores características de un vino malo, de esos que apenas sirven para aderezar caprinos a punto de ser guisados.

Una bebida con estirpe casi divina

El vino fue elevado a la categoría de las divinidades cuando Jesús hizo el milagro de convertir agua en vino en la Boda de Caná o Canaán. Fíjese bien: no fue ron, ni whisky ni cerveza lo que brindaron allí, fue vino. Y a partir del tiempo en las ceremonias litúrgicas del catolicismo se consagra el pan como el cuerpo de Cristo y el vino como su sangre.

Por eso es el vino la bebida que más ceremoniales ha propiciado; por eso  es una bebida a la que en donde se conoce a fondo su mundillo cuando un anfitrión va a descorchar una botella para ofrecerla a sus invitados debe señalarles el año de la cosecha, el tipo de uva, la región de donde procede, el maridaje ideal. Luego decantarlo, si es un vino reserva o gran reserva. Es el vino la única bebida que cuando la van a servir en un restaurante el mozo tiene hacer una reverencia, cuadrarse y mostrarla, descorcharla delante de los comensales, darle a oler el corcho y servirle una pequeña porción para que el cliente la cate, aunque no sepa hacerlo.

Albert y Yosira

Albert quiso que Yosira, después de haber tenido la iniciativa de invitarlo a una copa,  le permitiera escoger el lugar para el encuentro. Fueron a dar a un afamado restaurante del malecón, cuyos atractivos principales provienen de su vecindad con el mar. La tarde empezaba a declinar cuando se sentaron en una pequeña terraza desde la que se avistaban los barcos que se alejaban, y se podía ver con claridad los que se aproximaban. Albert había estado muchas veces en el lugar y conocía al somelier de la casa. Lo llamó y le pidió que les hiciera el ceremonial de decantar un Almirez, vino de la pujante región vitivinícola de Toro, en España. Después del descorche y la cata y un brindis por la amistad que tomaba nuevos rumbos, Albert y Yosira sorbieron en silencio aquel espléndido caldo. El vino casi no les permitía conversar. Estaban concentrados descubriendo el bouquet, los taninos, los restos de maderas, de especies y  otros tantos secretos que esconde un buen vino. De repente Albert  mira a Yosira a los ojos y descubre en ellos un brillo erótico, casi lujurioso. Y en esos instantes también creyó que todos los colores del crepúsculo se perfilaban en los ojos de la muchacha.   Llenaron de nuevo sus copas y esta vez no volvieron a brindar. Ella rozó una de las manos de Albert y él interpretó su gesto como un elogio al vino seleccionado.

La tarde fue muriendo deprisa. El tiempo tiene alas ligeras cuando la felicidad envuelve a los humanos, y de pronto llegó la noche. Ordenaron la otra botella, pero  esta vez fue Albert quien propuso que fueran a su apartamento a decantarla y degustarla. Ella no dudó en aceptar. Sucede mucho entre los amantes del vino, que no resisten el embrujo que producen unas cuantas copas de la saliva de las divinidades. Y cualquier cosa maravillosa puede suceder.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas