Te mando señales de humo…

Te mando señales de humo…

Para Liza Tejeda Parra
“Te mando señales de humo como un fiel apache/pero no comprendes el truco /y se pierde en el aire”…
Juan Luis Guerra

… “tantas veces me morí, tantas veces me mataron, a mi propio entierro fui y a la hora del naufragio alguien te rescatará para seguir cantando”.
La cigarra. Maria Helena Walsh
Reserva Forestal Ebano Verde, mayo 2012, Jarabacoa, R.D.

El miércoles 16 de mayo del 2012 amanecí en una casa perdida en una loma de Jarabacoa. Una solitaria y hermosa casa en una montaña que mira al valle del Cibao, a una cadena de montañas detrás de las cuales está Constanza y al pueblo de Jarabacoa que intuía entre nieblas a mis pies.
En un amanecer de paraíso, el silencio del bosque me envolvió, sentí cantar los pájaros, los cascos de un caballo en el jardín escarbaban en la tierra, azuraban las palomas… olor de pinos, aire fresco y perfumado.
Desde una descomunal terraza me quedé hipnotizada mirando el valle a mis pies donde titilaban gotas de rocío en las copas de los árboles, celajes de nubes suspendidas en un valle azul de brumas, los rojos de los framboyanes en flor y las luces del pueblo allá abajo que se empezaba a despertar y a desperezarse…
Silencio, frío de montaña, un abrigo sobre el camisón, una taza de té, sola, arrebujada en un sofá sentada frente a un ventanal , inmersa en esa soledad imprescindible para que “todo sea escuchado y hasta los silencios comprendidos”.
Extenuada de Santo Domingo, del ruido incesante, del parloteo enloquecedor, del inacabable hablar por hablar para escucharse, repitiéndose en el sinsentido.
Harta de todo ese griterío inútil, del vocerío inacabable de los políticos, del ruido que ayuda a distraerse para no hacer silencio y explicarse lo inexplicable… o tan siquiera para hablarse a sí mismo.
Escribo esta historia en la tarde casi noche del sábado 26 de mayo, después de las elecciones del 20 de mayo de 2012… sentada en mi estudio mirando el mar.
En mi casa hay silencio, escucho un grillo, oigo las fichas de un dominó golpear la mesa de los guardianes de la casa lindera. Suenan unas campanillas en el balcón… es la paz.
Al día siguiente de las elecciones mi hijo Mauro, desde Buenos Aires, les recomendaba a sus amigos de Santo Domingo que respiraran profundo, que se tranquilizaran porque todo había terminado. No. Nada ha terminado.
En este país nadie sabe poner punto final, callarse la boca, darse un compás de espera y sobre todo hacer silencio.
El domingo anterior a las elecciones, después de enviar a unas amistades la historia de vida, una amiga, vecina del condominio desde hace veinticuatro años al que dediqué la historia y excompañera de trabajo en una agencia de publicidad debe haber sentido piedad por mi indefensión y me invitó a irnos por unos días a la montaña.
Una dominicana de cincuentaicuatro años, diseñadora gráfica, dueña de una agencia de publicidad que se fue a la montaña en busca de silencio y paz.
Me sentí como “La cigarra”, esa tierna canción de Maria Elena Walsh que dice… “tantas veces me morí, tantas veces me mataron, a mi propio entierro fui y a la hora del naufragio alguien te rescatará para seguir cantando”.
Desde hace meses, en la más absoluta soledad, en silencio pensó en su vida, en la publicidad que ya no la contiene ni gratifica, en lo que ya no quiere hacer para ganarse la vida, en cómo hacer las cosas distintas y ganar dinero para vivir con decencia y decoro con el don que seguramente posee.
Desde hace treinta años es voluntaria de la Fundación Progressio y ha dedicado su don y esfuerzo para trabajar en la Reserva Forestal de Ébano Verde. El sueño de don Armenteros Rius(Q.E.P.D).
El jueves 17 de mayo me invitó a acompañarla a la Reserva Forestal y a la estación de Casabito. Debía encontrarse con el director y con los ingenieros agroforestales para desarrollar un proyecto en la comunidad que busca conservar el agua, manejar los desechos agrotóxicos, los desechos en general y pensar el trabajo comunitario con las familias campesinas a través de más de cuarentaiocho escuelas regadas en las montañas que van de Jarabacoa a Constanza.
Desde las nueve de la mañana en que partimos, fui la mujer más feliz del mundo. En silencio cruzamos una cordillera que debió haber sido eso que vieron los españoles hace quinientos años cuando desembarcaron en el valle de La Vega Real. “Las tierras más hermosas que ojos algunos hubieran visto”.
En silencio, recorrimos los caracoles de las montañas, en la reserva me llevaron a pasear por las distintas estaciones que suben hasta las alturas de Casabito. Evoqué a mi abuelo español, aquel viejo asturiano que se encaramaba a las montañas con sus dieciséis hijos “para en las alturas encontrar a Dios”. Liza me llevó por caminos de montañas, me contó los secretos de los helechos, de los zumbadores, del solenodonte, del silencio necesario para que los pájaros, los animales silvestres, los insectos vivan en armonía. Caminamos por puentecitos sobre arroyos cristalinos escuchamos el silencio del bosque. Como mi abuelo, en las alturas había encontrado a Dios.
A la noche, con una copa de vino en las manos y sentadas en silencio, ante la majestad de las montañas, de esa tierra de brumas, de ese pueblo de montañeses serios, silenciosos, ceremoniosos, respetuosos de la madre universal que es la tierra, Liza me siguió contando cosas de la vida de sus padres, de su madre refugiada española de la guerra civil, de sus hijos, reflexiones de una mujer dominicana que ha buscado en silencio la razón y el cambio para su nueva vida.

A lo lejos se veían titilar las luces del pueblo, subían nubes de humo, pequeñas volutas de vapor, hogueras en las montañas y entre los conucos, hilachas de humo… que me decían cosas.
Me hicieron señales de humo, me sentí una india milenaria, como si un fiel apache, un arauco, un ranquel o un animalito ancestral me hicieran guiños cómplices para preservar el tesoro de la vida, de la tierra, de la lluvia, la luna, el sol y los pájaros.
Me canté la canción de Juan Luis Guerra, presté atención al susurro de las hojas, al sonido de la lluvia en el alero, el croar de las ranas en el jardín, en las faldas de las montañas, con mil casitas diseminadas, con una comunidad callada y respetuosa de los ciclos de la naturaleza que aprendió a no depredar, a cuidar, a proteger, a esperar y escuchar a una tierra mil veces violada y esquilmada y sin embargo generosa porque siempre retoña.
A poner el oído y el corazón en la misma tierra como un fiel apache.
Alguien, tal vez un ángel nos rozó la cara, la luna estaba ausente porque era nueva y al día siguiente regresamos a Santo Domingo porque Liza iba a votar.
Y yo termino esta historia en silencio, hoy domingo 27 de mayo, el día que nos festejan por madres mirando el mar Caribe mientras amanece, y las ciguitas revolotean en las copas de las palmeras y los gallos cantan y suena bajito en la laptop las señales de humo del fiel Juan Luis mientras copio un juramento ecológico que me contaron en la reserva forestal y me robó el corazón.
Dice así: “Prometo usar mis ojos para ver la belleza de la naturaleza. Usar mis manos para ayudar a proteger nuestro suelo, nuestra agua, bosques y animales. Y por mi buen ejemplo, enseñar a otros a respetar, usar adecuadamente y disfrutar de nuestros recursos naturales”.

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