Técnicas saludables y preguntar por Chividón

Técnicas saludables y preguntar por Chividón

POR JACINTO GIMBERNARD PELLERANO
Es que tenemos que sacar a patadas el virus de las malas noticias. Los titulares de prensa enferman el alma: La Procuraduría General de la República tenía su «nominilla» oculta: 16 millones de pesos para 234 «inspectores». El director del Instituto de Seguros Sociales denuncia que no le entregan un préstamo de cien millones, aprobado por el presidente Mejía, porque el departamento correspondiente exige un porcentaje elevado.

Continúan muriendo ahogados centenares de desesperados que intentan llegar a Puerto Rico en frágiles embarcaciones.

Así van las cosas.

Y obligatoriamente, ya que carecemos de poder para tomar decisiones correctivas, estamos obligados a permitir y forzar la mente a que se escape para no irnos de boca, resbalando en las tinieblas horrendas de una depresión.

Pensando en una herramienta para cambiar el panorama extenuante, recordé las referencias que hacían aquellos señores remotos, que tenían cincuenta años cuando yo tenía apenas diez. Ellos atribuían su invención a don Manuel de Jesús Troncoso de la Concha, «don Pipí», quien era experto navegante sobre las peligrosas aguas del mar del Generalísimo. Decían ellos que cuando, ocasionalmente, la conversación tomaba un rumbo eventualmente peligroso, don Pipí, como abstraído, preguntaba: «¿Señor…y Chividón?»

Chividón era un personaje popular en los tiempos en que don Pipí era un mozalbete agradable y la vez gravedoso, hijo de una familia bien apreciada en el Santo Domingo pequeñito de principios de siglo XX, donde la dignidad y los buenos modales constituían el título de nobleza que hoy otorga el dinero mal habido y el descaro monumental. Por supuesto, don Pipí, al saltar hacia varias décadas atrás, rompía el curso de la temática borrascosa.

-Pero Pipí – le decían los azorados contertulios- ¡Chividón se murió hace muchísimo tiempo!

-¿Cómo va a ser…no me digas?-añadía el astuto político.

Entonces quedaba flotando una gasa de nostalgias, una recopilación de sensaciones desdibujadas en trazos suaves que, con los retazos de recuerdos de los demás, cobraba vida mágica e invisibilizaba todo el presente dictatorial.

Creo que de vez en cuando debemos mirar hacia atrás con cariño, buscando lo grato, no porque nos vaya, necesariamente, a enseñar algo útil para el futuro porque, como ha afirmado Arnold Toynbee, «En el campo de los asuntos humanos, la experiencia nos permite meramente suponer, conjeturar». Con lo de ayer no vamos a saber lo de mañana, y eso también lo señala Toynbee, aclarando que si entendemos por ciencia (como ocurre) un método de estudio que conlleva la posibilidad de una predicción infalible, en ese caso no puede existir una ciencia de los asuntos humanos. Sinembargo, «abandonar por tal causa el estudio de la historia sería pagar una excesiva deferencia al escepticismo científico. El estudio no tiene que ser científico para ser iluminador. Cuando la predicción es imposible, la conjetura, la suposición, puede ser valiosa hasta sus alcances, siempre que reconozcamos sus limitaciones».

Estoy, con esto, preguntando por Chividón. Pretendo escaparme con quien me lea, en aras de alejar penas y desconciertos, buscando aromas que mitiguen las pestilencias.

Un chelista centroeuropeo, Lev Aronson, quien fue mi compañero en la Sinfónica de Dallas, se enorgullecía de poseer una especie de archivo mental, perfectamente clasificado, compuesto por recuerdos gratos de toda su vida, usualmente pequeñas cosas: la canción que su madre tarareaba en la cocina mientras horneaba pasteles que inundaban de aroma hogareño la casona enclavada en las afueras de la gran ciudad; el beso robado a la muchacha pecosa que fue a pasarse unas vacaciones y lo iluminaba todo con su alegría campesina; el perfume del campo cuando todavía no aparecían las hordas de Hitler y la vida era amable y sencilla.

Con algunos sesenta años, Lev sabía vivir suavemente, con una sonrisa asomándose a sus ojos azulosos.

Si no podemos mejorar las cosas, por lo menos no nos envenenemos.

Si no queda más remedio, preguntemos: «¿Señor…y Chividón?»

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