Ser rico no consiste necesariamente en recibir un gran ingreso, como lo demuestran las quiebras que experimentan miles de atletas profesionales que han  recibido millones de dólares a lo largo de sus carreras.

Tampoco la tenencia de muchos activos,  o de muchas “cosas”, se traduce en riqueza de manera automática, pues es frecuente el caso de personas que terminan siendo prisioneras de sus propiedades y “mueren de sed junto a la fuente”.

Ciertamente, la riqueza no es un lugar al que se llega por simple acumulación.  Y, por si aún quedara alguien que lo duda, la “foto” del sueño de prosperidad que hemos tenido como meta incuestionada las últimas generaciones, basada en un inventario estándar de teneres, no es más que un espejismo.

Desde la perspectiva de la cultura financiera, la riqueza tiene, incluso, un nuevo nombre.  Bienestar sostenible.  Y, está visto, el bienestar sostenible no sucede espontáneamente.

El bienestar debe ser construido con consciencia, orquestado con fruición.  Y su mantenimiento frente a los riesgos de la vida requiere una gestión activa.

En otras palabras, si de ser ricos se trata, nos toca aprender a ser ricos.

Toca, por ejemplo, aceptar que el bienestar sostenible implica estar en alerta constante, siempre atentos a la dirección de los esfuerzos, sin dejar de estar sensibles a riesgos y a oportunidades.

Toca, también, renunciar al viejo ideal de riqueza basada en la generación de grandes ingresos y la tenencia de cantidades fabulosas de activos.

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Una nueva ética

En lo individual como en lo colectivo, debemos redefinir nuestras aspiraciones de riqueza materiales.  Se impone una nueva ética y  educación para la riqueza.  El consumo responsable debe suplantar  la adquisición y acumulación desaforada  que ha sido sinónimo de prosperidad en las últimas décadas. Los objetivos y las expectativas deben tomar en cuenta los riesgos presentes y su gestión.