Teoría política del resentimiento

Teoría política del resentimiento

Un fantasma recorre el mundo: el fantasma del resentimiento. Definido por Max Scheler en su célebre estudio sobre este sentimiento como “un auto-envenenamiento psicológico”, que libera emociones tales como “el rencor y el deseo de vengarse, el odio, la maldad, los celos, la envidia y la malicia” y que es causado por “una herida, una violencia padecida, una afrenta, un traumatismo” que, en cualquier otra persona o grupo no causaría ese sentimiento, pero que, en el resentido, provoca impotencia y lo deja “rumiando una venganza que no puede ejecutar”, que “lo atormenta constantemente”, hasta “que termina explotando” (Marc Ferro), el resentimiento convierte a su portador, en la medida en que retiene la ira y el odio por mucho tiempo y como bien explicó Santo Tomas de Aquino en su análisis de las especies de iras, en un amargado. Y en un malagradecido pues, como decía ese gran resentido que era Robespierre, quien padece este sentimiento siente «desde muy temprano, la penosa esclavitud del agradecimiento».

El resentimiento es tan viejo como la humanidad. Podría afirmarse que Caín es uno de los primeros resentidos y que es su resentimiento ante la preferencia divina por Abel lo que lo mueve a asesinar a su hermano. Es también uno de los sentimientos más estudiados en sus manifestaciones políticas y sociales por pensadores de todas las épocas. Sobresalen las exploraciones de Nietzche y Scheler y esa gran obra de Gregorio Marañón, “Tiberio: historia de un resentimiento”. En nuestro país, la mejor aproximación al tema es de la pluma de Joaquin Balaguer, quien, en “La palabra encadenada”, de la mano de Scheler, tacha a Trujillo de resentido, aunque Euclides Gutierrez Felix, en “Trujillo: monarca sin corona”, lo desmiente.

El resentimiento en el plano social alcanza su máxima expresión en los momentos revolucionarios. Como bien ha demostrado Peter Sloterdijk en su obra “Ira y tiempo”, la revolución es un “banco de odio” que acumula los rencores individuales para acrecentarlos y conducirlos en el tiempo conforme un “plan de venganza”. Disfrazado de idealismo, el resentimiento es lo que impulsa a muchos anarquistas, comunistas y terroristas para quienes renunciar a la tortura, al asesinato o al genocidio no es más que un despreciable e ingenuo “prejuicio burgués”. No por azar la novela “El Conde de Montecristo” se publica apenas tres años antes que el Manifiesto Comunista. Tampoco es una casualidad que este libro fuese el favorito de Fidel Castro cuando tramaba en La Habana llegar al poder, inspirado en la ira acumulada, calculada y fría de su protagonista Edmond Dantes.

Sin embargo, el resentimiento no es un sentimiento exclusivo de una clase social ni de una ideología. Hay un resentimiento de las masas, de la clase media, de la burguesía. Existe también un resentimiento de izquierda y otro de derecha. La izquierda dirige su resentimiento contra los ricos y los poderosos. La derecha concentra su odio contra los extranjeros, los homosexuales y los marginales. Pero a veces se solapa el resentimiento de izquierda y el de derecha: por ejemplo, el odio a los “imperialistas” y a los “vende patria” es ambidiestro. El “mercado del resentimiento” (Felix de Azua) se amplia y abarca hoy, por ejemplo, el odio de algunos hombres hacia las feministas y de algunas feministas hacia los hombres. Por otro lado, el resentimiento también se anida en almas nacionales o en colectividades oprimidas o minusvaloradas históricamente. En fin, puede afirmarse que hay, por ello, seres resentidos, clases resentidas, etnias resentidas, colectivos resentidos, ideologías resentidas, naciones resentidas. El resentimiento, parafraseando a René Descartes, es la cosa más compartida del mundo y podría decirse que los resentimientos son la causa de los grandes conflictos contemporáneos. Dadme un resentimiento y destruiré el mundo, diría hoy Dantes.

¿Qué hacer ante este resentimiento tan global, nocivo y expansivo? Si, como afirma el constitucionalista Andres Sajo en su análisis sobre los “sentimientos constitucionales”, las constituciones moldean la conducta humana no solo apelando a la razón sino también al corazón, es obvio que se requieren arreglos institucionales, fundados en las adecuadas emociones constitucionales, que propicien una sociedad justa, igualitaria, democrática y tolerante. La institucionalización de “políticas de amistad” (Derrida); el rechazo de la satanización del adversario; la erradicación de los mecanismos de “envidia institucionalizada”, sustitutos contemporáneos del antiguo destierro griego, como los juicios paralelos y el ciberacoso; el fomento de mecanismos de resolución de conflictos que propendan hacia la verdad, la justicia, la paz y la reconciliación; y la lucha contra la pobreza estructural y la desigualdad social, forman parte de un menú institucional en esta línea de pensamiento. Pero estemos claros: a fin de cuentas, como el resentimiento “destruye la confianza mutua entre los seres humanos, precisamente aquella que les permite, juntos, alcanzar la verdad que es libertad y amor” (Lopez-Ibor Aliño), solo el amor que, como decía San Pablo, “es paciente, afable; no tiene envidia; no presume ni se engríe; no es mal educado ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad”, nos salvará de los Dantes del siglo XXI.

 

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