Terrorismo aéreo

Terrorismo aéreo

PEDRO GIL ITURBIDES
Los indicios obtenidos por Scotland Yard y otros servicios de seguridad de que grupos terroristas harían estallar bombas en aviones en pleno vuelo entre Inglaterra y los Estados Unidos de Norteamérica, reflejan el odio que hemos despertado. Gracias a Dios, estas acciones criminales no culminaron a satisfacción de sus gestores. Pero obligan a los dirigentes de las grandes naciones de Occidente a replantearse nuestras relaciones con los gobiernos y los pueblos que siguen el islamismo. Porque muchos, los fanáticos en esos pueblos, desean vernos como miembros de las cruzadas. Y les damos motivos para que nos vean de tal modo.

Hemos de recordar los denodados esfuerzos de Juan Pablo II dirigidos a disuadir a George W. Bush de su plan de invadir a Irak.

Nosotros respaldamos, desde estos escritos y por otros diversos medios, este esfuerzo de Su Santidad. Muchos gobiernos, habitualmente seguidores de la política exterior estadounidense, mostraron su desacuerdo con esta invasión. Europa, con la excepción de Inglaterra, Italia y España, conformó un frente contra esta invasión. Nadie fue escuchado.

Pero todos presagiamos que nos colocábamos a las puertas de un dragón dormido, que al despertar lanzaría un fuego devastador.

Hace poco, un conocido columnista egipcio del diario Al-Masry Al-Youm, Ammar Alí Hassan, escribió que hoy día el odio hacia los estadounidenses ha crecido en extremo. «Estados Unidos, te odiamos», titulaba su escrito Alí Hassan. Y Abdulá, rey de Jordania, pro estadounidense, advertía que el prestigio de los estadounidenses ha decaído sobremanera entre los pueblos del Asia Menor.

Por supuesto, Estados Unidos de Norteamérica debía mostrar que no se amilanó tras los atentados del 11 de septiembre del 2001. Mas no fueron idóneos el arma y los procedimientos escogidos por el presidente Bush y sus colaboradores. Contra toda regla estratégica en las guerras abiertas, el camino apropiado era el de la conquista emocional de aquellos pueblos. Un poco de esto, con una decidida labor de captura de terroristas por todos lados, habría dado resultados apetecibles.

Entiendo que esta conseja suena inverosímil. De muchas maneras la planteamos cuando el derrocamiento de Saddam Hussein era un hecho irreversible. En aquellos momentos pudo entenderse como díscola ilusión de quien enfocaba sin conocimiento de causa la cruenta destrucción de las torres gemelas. Nos aferramos, sin embargo, al traje talar de Juan Pablo II, pues lo vimos siempre como un enviado del Señor. También a este tema nos referimos en muchas ocasiones.

Hoy, la confrontación, en los planos en que se libra, luce inevitable. En realidad, alcanzó esas características desde la invasión a Irak, y cobra cuerpo en la lucha de Israel contra el hezbolá, en el territorio libanés.

Son luchas necesarias, en razón del fanatismo de ciertos grupos islámicos, incontrolables para los gobiernos pro-estadounidenses del Asia, y, sobre todo del Asia Menor y el Cercano Oriente. Porque son grupos alentados por teocracias de esa región que mantienen a sus pueblos en la más abyecta miseria en tanto sus jerarcas viven en la opulencia. Pero son grupos sordos a todo reclamo civilizatorio, justo porque en Occidente hemos seguido disparando desde desenfrenados caballos, en las praderas de Texas.

Lo de septiembre del 2001 debía ser cobrado, sin duda.

Estados Unidos de Norteamérica, el gobierno y el pueblo que sufrieron este vil e inhumano

atentado, no podía permanecer de brazos cruzados. Hussein sin embargo, nada representaba en el 2003, como se dijo por todos lados, para advertir la imprudencia de esta acción. Un trabajo de inteligencia apropiadamente esbozado y cumplido, una labor de renacimiento y elevación de la calidad de vida en Afganistán, en cambio, habrían sido la diferencia.

Pero preferimos seguir a la grupa del alazán, largando tiros y protagonizando «El Bueno, el Malo y el Feo», todo con un mismo actor. Y un ayudante.

En el porvenir tendremos que dormir con un ojo abierto y otro cerrado, como acabamos de comprobarlo con lo de estos vuelos aéreos, salvados, quizá, por alguna delación. Pero tendremos que vivir, y esto es peor, con aquella forma de paranoia a la que los psiquiatras llaman delirio de persecución.

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