Testimonios del Ozama (2 de 2)

Testimonios del Ozama (2 de 2)

MARIO ARVELO CAAMAÑO
Medio mileno de silencios no ha conseguido eclipsar el perfil sacro de la señal levantada sobre el Gólgota y reproducida allí donde los nuevos mensajeros se detuvieron apenas lo suficiente para fundar sobre sus márgenes, en una tras otra y de vuelta a la primera hasta abarcarlas ambas, la villa de Santo Domingo, Primada de América, asiento de virreyes y de inspectores aduanales, matriz de tanto y de tan poco, o bien de tanto y de mucho más: primera universidad y holocausto indígena, Real Audiencia y mercado de cautivos, aduana inexorable y contrabando alegre, no sólo hoy sino desde el principio, esto es, sol y sombra, ardor y humedad, día y noche, por todos los siglos. O bien, para dejarlo dicho de una vez, trópico puro.

Trópico puro bañado por un río cenagoso cuyo torrente arrastra aquello que los entendidos en geología llaman sedimento, los paseantes escoria y los poetas, quizás, sangre de la tierra o material del que se compone el ser. Cualquier fórmula da igual resultado: en ese mundo de tinglados donde la mujer y el hombre y sus niños descalzos son menos que animales de presa mientras los cruceros turísticos hacen olas con vocación de volver a la fuente de su brote, todo es nada y nada también es carencia y negación. Tierra desangrada, ser exangüe, río que no es de llanto por no haber lágrimas sobrantes para hacer surcos sobre pómulos macilentos que ocultan bocas con tanta sed, y con tanta hambre.

A esos sedientos y a esos hambrientos cató Federico Bermúdez llamándoles “Vosotros, los humildes, los del montón salidos (…) Dormidos a la sombra del árbol del olvido”, habitando, nos dice Domingo Moreno Jiménes, en “esos albergues tímidos/ donde hasta la angustia es un silencio”.

Aquellos a quienes Octavio Guzmán Carretero vio esconder “con el dolor secreto/ de la última lágrima/ y del último gesto (sus vestimentas de siempre:) el harapo de la carne joven/ con golpes de balazos y metrallas”, el mismo de quien Francisco Domínguez Charro supo era “el cero social excomulgado/ que nunca ha ido a la escuela/ pero que (sabe) de memoria el abecedario (…..) de todas las carencias”.

De ellos está hecha una patria que Héctor Incháustegui Cabral llamó “palabra hueca y torpe (oo.) mientras (haya en ella quien) tenga que arrastrar/ enfermedad y hambre/ y sus hijos (oo.) rueden por montañas y sabanas,/ extraños en su tierra”, los que Manuel del Cabral vio llegar “como la mercancía/ como el ganado (entre) el ron y la pesadilla”, a los que Freddy Gatón arce se acercó para palpar “sus torsos morenos y relucientes/ cuando emergían de los ríos (y sentir) cómo se hinchaba el hambre en sus cuerpos plebeyos”. Y de esos ríos, uno, el Ozama, por el que Abelardo Vicioso nos dice flotan despacio” cuerpos de la esperanza/ sin que sea el tiempo justo para una dulce muerte”.

Rafael Valera Benítez los encontró en la noche, en medio del país “desnudo, destrozado, solo, tan solo que no es posible, sino de noche (…..) encontrar la mano baldía (…..) la puerta destruida, el comedor del huérfano que ya no espera (a quienes le dieron) el último beso bajo la mañana” Versos éstos por cierto tributados a Aída Cartagena Portalatín, a la cual está dedicada la Feria del Libro y quien, nos dijo, “bajó a la raíz del agua, (donde,) cubierta de harapos, la tropa de los mundos (la) descubrió en un canto”.

En ocasiones como ésta nunca sobran los versos furiosos del Poeta Nacional, dibujando un país “donde un campesino breve/ seco y agrio/ muere y muerde/ descalzo/ su polvo derruido/ y la tierra no alcanza para su bronca muerte./ ¡Oídlo bien! No alcanza para quedar dormido (un país donde) faltan hombres/ que desnuden la virgen cordillera y la hagan madre después de unas canciones./ Madre de la hortaliza./ Madre del pan./ Madre del lienzo y del techo./ Madre solícita y nocturna junto al lecho… / Faltan hombres que arrodillen los árboles y entonces/ los alcen contra el sol y la distancia./ Contra las leyes de la gravedad./ y les saquen reposo, rebeldía y claridad./ Y hombres que se acuesten con la arcilla/ y la dejen parida de paredes./ y hombres que descifren los dioses de los ríos y los suban temblando entre las redes”.

Continuando la tradición de nuestros poetas sociales, José Mármol, en su afanosa búsqueda de respuesta a los temas esenciales, ha prestado su voz a ese río fundamental, al Ozama-espectador de hace cinco siglos, al Ozama-presente de un hoy que es momento transitorio y, sobre todas las aguas habidas y por haber, el Ozama-acusador de por siempre jamás. De su volumen “La invención del día”, permítanme leer el “Poema 24 al Ozama”: “acuarela:

superficie de luces agotadas donde apenas el sonido de la sombra suena.
yo te nombro ciudad irreal en la penumbra de un recuerdo invernal.
el Ozama que fluye por cada objeto a la deriva es una historia.
el Ozama que sube del fondo de la noche hacia mi palabra.
un pez flota suspenso entre la imaginación y un escarceo brillante de hojas secas.
el Ozama refugio del miedo de la noche y de toda la pobreza de unos hombres.
largo testimonio de secretas temporadas de amor y de todo excremento vertedero.
yo te nombro ciudad irreal hundida en la penumbra de un recuerdo invernal.
cuando en la orgía de las horas oscuras no queda diferencia y el amanecer estalla en su maravilla cotidiana.
cuando el silencio penetra el aire ancho y el murmullo de los troncos y las piedras.
el río que hay en el Ozama empieza a sudar leche de luna y baba. Empieza a mostrar sus ahogados.
sus ángeles suicidas,
sus dioses imperfectos,
sus luases orinados,
sus vírgenes violadas por murciélagos y sapos,
los lanchones de hueso dejan la superficie cantando su retorno hacia lo profundo,
todo mi cuerpo,
toda mi memoria contenidos por el río que corre en el Ozama,
todo mi ser desgonzado y transido,
superficie de luces diluidas por donde ya no se oyen las rancias velloneras. Yo te nombro ciudad irreal hundida en la penumbra de un recuerdo fatal.”

Por sugerir en la zona medular de una colección titulada “Criatura del aire”, trabajada cuando su voz hubo alcanzado plena madurez “Mediodía en el Ozama” es el baluarte medular de un poemario imprescindible de textos que se revelan construidos en la tensión de los contrarios materia espíritu (donde el poema es) objeto de pensamiento (y el poeta es) “animal simbólico”.    

Techos que son huellas del despojo y la miseria.

Aguas retenidas en su fluir de penas.

Vivir es, acaso, pender de lo terrible.

El paso de los autos se oye a la distancia; es un rumor de frases de plomo, sordomudas; es una espuma negra batida por las barcas, un brazo de muñeca, un zapato vencido.

Una ribera triste, arrodillada, la que a los puentes habla sus desdichas.

Un río es el himno milagrosos de la vida.

Un río es alimento necesario de la muerte, lo deshecho indefinido, el tránsito lento de la podredumbre.

Los transeúntes sueñan con encontrar sus rostros en el flujo de todo vegetal, en la estela que anuncia la luna como un ruego. Los fósiles confiesan sus ansias incumplidas, ilusiones por cobrar, promesas arrancadas por las últimas crecidas.

Techos que son humo, vapor, putrefacción…

Vivir es, acaso, clavarse al madero de los días miserables y eternos.

Cuerpos que son huella de dolor y agonía.

Techos que son hojas del viento de la ira.

Así, del torbellino de tantas palabras vigorosas, surge el Ozamatestimonio, el Ozama-acusador, el Ozama-ser. Y, para terminar, regresamos a Héctor Incháustegui y digamos con él que mientras haya tristes aposentos donde bailen, embriagados de placer, los demonios del hambre, “a todo buen dominicano hay que cortarle los párpados/ y llevarle por extraviadas sendas/ por los ranchos/ por las cuevas infectas” y por las riberas del Ozama.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas