Testimonios del Ozama

Testimonios del Ozama

MARIO ARVELO CAAMAÑO
Les contaré que a finales del año pasado recibí un encargo del doctor Carlos Ardavín, decano de Literatura Española de Trinity University de San Antonio, Tejas, quien prepara un volumen de crítica literaria sobre el poeta vegano José Mármol. De su pluma fecunda fluyen poemas espléndidos, entre los cuales hay dos donde el río Ozama es a la vez protagonista y testigo, representación y cómplice de las más abominables realidades socio-económicas de República Dominicana —son poemas que desvelan senderos semi -ocultos a nuestra rutina existencial, poemas construidos con palabras candentes que marcan una dominicanidad ajena a sí misma, rotulando las sensibilidades con los hierros al rojo chamuscan el cuero cerril del ganado.

 A partir de esos poemas presenté un ensayo al doctor Ardavín titulado “El segundo desafío: exégesis sorprendida de una travesía fluvial en dos odas atormentadas”. Esta colección será publicada en los próximos meses.

Retornando aquel análisis he escogido unos pocos párrafos para insertar en esta conferencia, para preparar la cual decidí lanzarme —no sólo descifrando metáforas— sino concretamente sobre un río que, como el país con el cual compartimos la isla, tenemos al alcance de la mano sin conocerlo, sin comprenderlo y sin que su destino nos importe gran cosa. Si Haití es para tantos dominicanos poco menos que un si                                                                       arnés detestable que llevamos fundido a la espalda, el Ozama es para todos nosotros, aunque tampoco lo sepamos, el espejo delator de las iniquidades que inundan a, en palabras de Manuel Rueda, esta “pequeñez caída sobre un costado del planeta/Tierra tan preciada/ que su misma pequeñez desconoce”, y que Pedro Mir encontró “con (un) puño de silencio en cada boca/ (y un) borbotón de ira en cada mueca”.

En su colección de aforismos “Premisas para morir” José Mármol nos dice conocer “sólo dos formas de desafiar a Dios: el suicidio y la creación poética”, y añade que la herramienta del rapsoda es la serenidad, que define como “el estado perfecto del espíritu” y su producto vital son los versos, a los cuales llama “la única forma infinita de conocimiento”. Leyendo a Mármol encontré un toque de carga a quienes se exaltan en rebelión lírica contra un imaginario, cimentado en mitos inmemoriales, donde los conceptos de “génesis” y “destrucción” figuran como atributos no sólo representativos, sino exclusivos, de la deidad. Esa deidad que en cada cultura es responsable de la vida y de la muerte, aunque no siempre de lo que ocurre entre una y otra, especialmente cuando se trata de dolores, frustraciones, miedos y, en general, sufrimientos y miserias. Es en ese marco transparente donde quedamos autorizados a trasponer las barreras que separan al ser de su querer ser, o viceversa: las imágenes de Mármol provocan el entendimiento de verdades que no sabíamos existían, aunque nos acompañen siempre.

Esos dos poemas fascinantes resumen un desgarramiento del espíritu, demolido bajo el enervante escándalo de la miseria proyectada por cinco siglos sobre todo un continente recompensado por la fecundidad y postergado por la justicia. Un continente, el latinoamericano, del cual somos muestrario, referente y prototipo: la colisión infamante de opulencia y miseria, que puede verse, y por eso mismo nunca se ve, en cada esquina de una ciudad donde coinciden el todo y la nada. En los meandros austeros del río Ozama esas verdades surgen silenciosas de las aguas pútridas y son más aplastantes que en medio del bullicio estrepitoso y el tráfico anárquico de la ciudad frenética.

En un entorno saturado de consignas y panfletos, Mármol encabeza a quienes en la generación dominicana de los ochenta, de la cual es prototipo, se “elevaron sobre la vocinglería de los poetas de efemérides, los poetas de choque, (rechazando) la subordinación de la poesía a la ideología (y negándose) a rebajar la palabra al rango de instrumento”. Sus versículos libérrimos consolidaron los recursos intelectuales disponibles en frentes de combate donde el fervor revolucionario pudiese ser redirigido a introducir adelantos de “orden conceptual, técnico, así como (a robustecer) la conciencia del oficio”, en momentos en que muchos de sus colegas naufragaban en los vendabales importados de los sesentas del cambio soñado en las calles coléricas y los setentas del cambio abatido por los zarpazos profanos del terrorismo de Estado, alzando una voz productiva y dinámica entre quienes quisieron labrar en los perplejos ochentas un cambio aturdido con rumbo directo a ningún lugar.

El río Ozama serpentea somnoliento desde la loma de las Siete Cabezas en ruta al Caribe, su antítesis turbulenta. Sus aguas sumisas, relegadas al desdén por su propia mansedumbre, callan la reminiscencia cardinal de su memoria íntima: que el lodo de su lecho y los escombros que dibujan sus orillas, es decir, las líneas tortuosas que deslindan el cauce de sus penas, ya fue señalado por los conquistadores o, mejor dicho, por los cascos herrados de sus corceles.

En su quinta leyenda del trópico, titulada “Tambores de la manigua”, Jesús de Galíndez hace un viaje delirante río arriba y tiempo abajo hasta los albores de la colonia, entre malezas ribereñas y libertos cimarrones. En su tránsito fluvial y temporal vio como sus “remos se hundieron silenciosamente en (las) ondas pausadas (mientras) la noche caía sobre las riberas (plenas) de conjuros (y de) voces roncas de ron y gemidos (porque) en las sabanas que acaricia el río Ozama, en las minas y trapiches de la isla de Quisqueya, el látigo silbó sobre los hijos de Nigeria; el sol era el mismo, y el mismo era el trópico, más en sus prados y manigua, en lugar de tambores y gritos de desafío, resonaban dulzonas maracas y aullidos de dolor”.

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