Escribo jueves 3 de diciembre. Se evaporan los últimos días de un casi increíble 2015. Nos cae encima una incesante llovizna de decepciones. No se sabe en quién creer. He caído en un abandonado cementerio de dudas y, gracias a un artículo de Andrés L.
Mateo, he recordado de nuevo a Juan Sánchez Lamouth, quien, por los años cincuenta, se presentó a la imprenta de mi padre, frente a la iglesia de Regina Angelórum, se definió como un poeta y quiso hablar conmigo “porque yo era un artista como él”. Sin preámbulos, me dijo que había leído unos párrafos de un trabajo mío en la revista de mi padre, “Cosmopolita”, y que le parecía que nos entenderíamos. Quería que le publicáramos sus versos.
Era un hombre grande, negro, maloliente, con una vaharada de ron que arropaba cada palabra, enfundado en un traje que una vez fue blanco y ya tenía el triste color de la miseria y el abandono, camisa y corbata desastrosas y una extraña dignidad… un auto respeto que de alguna manera se imponía sin esfuerzo.
Él se sabía un poeta. Y un poeta muy bueno. Me enseñó unos papeles desastrosos con unos poemas breves, con faltas de ortografía, mala letra… pero una calidad poética sobrecogedora.
¿Me permite que se los corrija? –le dije– son una maravilla pero usted tiene que cultivarse.
¡Ayúdeme! –repuso en una tonalidad digna y autoritaria.
Pues publicamos sus versos varias veces. Empecé a regalarle libros que debía leer. Le recomendé a Edgar Allan Poe e insistí que los leyera porque sus visiones me recordaban mucho a las del poeta bostoniano nacido en 1909, quien escribió en su poema “Alone” (Solitario) que “when the rest of heaven is blue/ had a demon in my view” (algo como “cuando para el resto de la gente el cielo es azul, tiene un demonio a mi vista”).
Fueron muchas las veces que llegaba por la imprenta paterna durante aquellos años cincuenta, dentro de la opresión dictatorial que nos parecía normal porque no habíamos conocido otra cosa y la visión que teníamos era de que para el histórico desorden revolucionario del pasado, era mejor una disciplina impuesta.
La vida era simple, se manejaba con centavos… “Para un Brugal siempre alcanza”, decía el anuncio mostrando un rostro feliz. Ahora… si usted se metía con Trujillo, lo mataban o lo pasaba muy mal.
Me siento honrado de que aceptó todas mis sugerencias a sus poemas con mucho agrado. “¡Carajo… así sí!” –me decía gozoso. Posiblemente a él le deba yo la facilidad y gratitud con que acepto que me corrijan. El envidioso o maligno no corrige. Critica a las espaldas.
Más de una vez le hice romper un material, diciéndole “eso no está a tu altura”. Y, gozoso, lo rasgaba, lo hacía una bola y lo tiraba a la basura.
Él murió en noviembre de 1968. No tenía cuarenta años. En su poema a los pájaros, escribió:“Escuchad, son ellos / en su mundo sin reproche,/ vuelan respirando un aire especial,/ más acá de la muerte del crepúsculo,/ más allá de la calma de las flores./Mirad –son ellos./ Poeta, levanta tu venda de perfume/ para que veas sus cuerpos llenos de Primavera.
Era latencia de esperanza y luz venciendo tinieblas.